CINCO DÍAS EN EL ESTE DEL TÍBET
Erika Bondi [1]
Traducción: Mariana Virginia Arias Llano
Aquí no hay pájaros ni olor a hombres
En derredor, sus rebaños de yaks, y nada más
Como islas en un mar en calma, tiznado de vida de colores,
Le dan la bienvenida a un viajero solitario, desconcertado por el aislamiento.
Estanza de “El nómada I” de Gyalpo Tsering.
Llegué a Kangding sin un plan concreto un día lluvioso de julio, después de cinco horas de viaje en bus desde Chengdu por la nueva autopista: ruta 318. Me alojé por una noche en un hostal de la capital de la Prefectura Autónoma Tibetana de Garzê, que se considera el oeste de Sichuan, donde los extranjeros pueden viajar sin un permiso especial; para viajar al oeste de Garzê se requiere que los extranjeros acudan a una agencia oficial que pueda darles los permisos necesarios. El gobierno chino es muy estricto con las regiones del Tíbet y Xinjiang haciendo que viajar sea muy difícil para los extranjeros con un presupuesto limitado. Por esta razón, Garzê sería lo más lejos que podría adentrarme en el Tíbet en esta ocasión. El hostal me pareció el adecuado ya que no tendría tiempo de caminar. Al principio había decidido, un poco desde el anhelo, hacer una caminata de cinco días en la ruta del Minya Konka, que hace parte de una kora (peregrinaje sagrado) para los budistas tibetanos, pero los planes cambiaron y el tiempo era limitado. Sin embargo, mi viaje al este del Tíbet (oeste de Sichuan) resultó ser un desafío inspirador, sanador inclusive.
Hay una ruta que desemboca en Kangding y se bifurca con los ríos, llegando a diferentes pueblos y aldeas aisladas. La ciudad está llena de tibetanos locales y de personas de la etnia Han que se han mudado allí. Siguen su rutina habitual mientras que las calles, restaurantes y almacenes se llenan de turistas chinos. Me encontré con muy pocos extranjeros y me sentí muy feliz de mezclarme con los lugareños mientras deambulaba a través de las calles, escuchando los sonidos del tráfico local y de los ríos embravecidos que esculpieron el valle entre las oscuras montañas que rodean la ciudad. Las nubes eran ominosas y la lluvia implacable en ese día de pasear sin rumbo. Lo único que podía imaginar o esperar para el día siguiente era más lluvia.

Después de casi una hora de espera conversando con los conductores locales, justo afuera del hostal que compartía un parqueadero con la estación de buses, logré que uno de los tibetanos me llevara a Tagong; había estado tratando de convencerme de que me fuera con él por un precio más alto. Pudimos comunicarnos gracias a aplicaciones de traducción de voz del celular y un poquito de mandarín de ambas partes, apenas balbuceado. Éramos cuatro: un señor anciano que compartió sus nueces dulces conmigo y dos estudiantes sichuanren (oriundos de la provincia de Sichuan) que estaban de paseo e iban a quedarse un solo día en Tagong. Parecía un camino terriblemente largo por recorrer. Tres horas de viaje para publicar tan solo un par de fotos del paisaje en sus momentos de WeChat. Pese a ello, esta es la realidad de muchos turistas chinos.
El viaje no estuvo tan mal. De hecho, estuve dormida la mayor parte del tiempo que pudo durar el mal de altura. Manejamos a través de carreteras sinuosas de montaña, con el paisaje que iba cambiando de manera radical. Me quedé dormida en las montañas tupidas y boscosas de Kangding y me desperté con la vista de los acantilados rocosos que dominan las colinas, perdiéndose en el infinito. Subimos a modo de espiral hacia las nubes que envolvían poco a poco los picos de las verdes colinas a más de 3700 metros de altura. Me sentí hipnotizada por la inmensidad de las praderas color jade ondeando en el lejano horizonte. Era una tonalidad de verde vívido y puro con el rastro negro y disperso que indicaba la presencia de yaks, y las esporádicas carpas blancas de nómadas, “como islas en un mar en calma”, en efecto. No me molesté en tomar fotos porque para captar su esencia necesitaría más que una imagen, más que palabras… Poesía, quizás.
Nos dirigimos a Tagong, un pintoresco pueblo tibetano del antiguo territorio Kham. La arquitectura es típica de la región. Bloques de edificios de piedra color carbón con marcos de madera adornados de rojos profundos e intrincados símbolos budistas tibetanos. Llegamos al templo para dejar a los estudiantes y continuamos por calles empedradas y estrechas. Pasamos por una fila de ruedas de plegaria con tibetanos que recitaban mantras mientras hacían girar las ruedas una por una. Doblamos por un camino estrecho y asfaltado que se adentró en las colinas. Eran pocas las casas construidas en las suaves laderas onduladas. Atravesamos la pradera siguiendo el torrente del río, oscuro como las piedras y la tierra que sangra, a diferencia de las aguas prístinas de montaña de latitudes más bajas.

Por fin llegamos a Khampa Nomad Ecolodge, propiedad de Angela, una estadounidense, y su esposo tibetano. La visión de Angela de un hostal autosuficiente se hizo realidad gracias al trabajo arduo y la dedicación de su familia, amigos, comunidad y voluntarios internacionales. Los miembros de la familia que preparaban la comida eran divertidos y joviales. Mientras tanto, los gatos descansaban en los bancos. Se desprendía un olor a comida casera y ropa húmeda mezclada con madera en esa tarde lluviosa. Me sentí en casa de inmediato, sentada a la mesa en la hora del almuerzo con Angela, una pareja estadounidense y dos guías tibetanos. Sus hijos jugaban a las cartas con la hija de Ángela y tres voluntarios franceses. El acogedor hostal era cálido y lleno de vida, un bonito contraste con la fría y estéril ciudad poblada por millones de almas. A través de las ventanas se alcanzaban a ver las laderas de los prados y los pastizales salpicados de flores silvestres. La vista principal era del Zhara (Yhala), la montaña sagrada que se esconde detrás de las enormes nubes. Ningún huésped había contemplado la vista aún, ya que la región había tenido lluvias récord en las últimas semanas. Cada día tuvimos paciencia, con la esperanza de poder ver los majestuosos picos nevados.
Los dos primeros días sentí la cabeza entumecida, comprimida y a veces vacía. Sin embargo, logré hacer un recorrido de seis kilómetros en bicicleta hasta el pueblo más cercano. También una caminata en las colinas con la suegra de Angela, una experta en buscar raíces y plantas medicinales que no hablaba ni una palabra de inglés o mandarín. Logramos comunicarnos con gestos de las manos y un lenguaje corporal muy cómico, una habilidad que he desarrollado en los últimos cuatro años de viajar por Asia. Nos abrimos paso a través del bosque de las colinas donde recogió raíces, plantas y hierbas. Deduje, guiándome por los gestos de la abuela y la fragancia de menta, que algunas de las raíces y hojas servían para la garganta y otras para la congestión nasal. Siendo alguien que se niega a tomar medicina occidental para el dolor, confié por completo en su conocimiento de las plantas vernáculas y no dudé en probar todo lo que me ofreció.
La lluvia era intermitente; los árboles y arbustos nos protegieron del viento helado. En un momento, señaló las urracas mientras agitaba los brazos como un pájaro e imitaba su llamada. También imitó la manera en que las marmotas cavan madrigueras con sus hocicos. En retrospectiva, pudo haber estado refiriéndose a jabalíes de cualquier tipo. En mi inocencia asumí que se trataba de marmotas porque las había visto la víspera en mi paseo en bicicleta, acompañada de Kempher, el perro del hostal, que se divertía persiguiendo a los adorables roedores ladera abajo.
Llegamos a una reja de acero que parecía arbitraria e inútil ya que la abuela no dudó ni por un instante en meterse por debajo y continuar hasta la cima de la colina. La división de la tierra sí existe entre los tibetanos, como me lo explicó Angela. Las disputas familiares por asuntos de tierras han sido causa de la mayor parte de la violencia en la región. Los antiguos valores del honor familiar, la lealtad y la propiedad de la tierra siguen vivos en la cultura. De hecho, gran parte del Tíbet conserva sus tradiciones a pesar de los cambios graduales (modernización) impuestos por China y otras fuerzas externas. Angela expresó su desaprobación del plan del gobierno chino de construir casas campestres de vacaciones para los chinos Han. Una fase del proceso de modernización que se lleva a cabo en otras ciudades antiguas con minorías étnicas y del cual he sido testigo. Esto es evidente en toda China, pero las que yo más aprecio y ocupan un lugar especial en mi corazón son las ciudades de Dali, Lijiang, y Lugu, el lago sagrado del pueblo Musou en la frontera de las provincias de Sichuan y Yunan.
Los Musou son la última sociedad matrilineal que existe. Su tierra y lago sagrado se habían convertido en una trampa para turistas. Un mini Disneylandia con infraestructura nueva y carreteras imitando la arquitectura local, así como un museo dedicado a las tradiciones de los Musou, Naxi, y Yi. Mi experiencia con un grupo de turistas chinos consistió en manejar alrededor del lago a fin de posar para fotos, subirse a un bote para tomar fotos, y comer shao kao (barbacoa) y tomar fotos. Nadie tenía ningún interés en el museo ni en visitar la aldea o las casas de las familias Musou. Una tarde me las ingenié para alejarme del grupo y conseguí quien me llevara al museo. Fue decepcionante, por decir lo menos, que las personas que han mantenido vivas sus costumbres en esa misma tierra, existieran a modo de simulacro plástico en el museo, como un presagio del fin de su cultura. Al igual que los habitantes de estas tierras, me enfrenté a la dura realidad del proyecto de modernización de las áreas con minorías étnicas de China. Esto empezó mucho antes de que yo considerara siquiera a China como un destino de viaje… Llegué varias décadas tarde, con mis expectativas occidentales del encuentro con el otro orientalidealizado. Me dio vergüenza reconocer mi papel como turista extranjera que había visto China con lentes neocoloniales. Al día siguiente comenzamos el trayecto de trece horas de regreso a Chengdu después de nuestro viaje de tres días. Así fue mi primera y última experiencia con un grupo de turistas chinos. Con mayor razón mi tiempo con la abuela fue tan especial, en lo alto de las colinas de su tierra natal.
El viento y el sol eran despiadados cuando llegamos. Además, me hacía falta el aire, en parte por la altura, pero sobre todo por la vista panorámica. Detrás del “mar de hierba” se veía un pueblo, templos y la escarpada cara de las montañas asomándose en la lejanía a través de las nubes en movimiento, como un rebaño de ovejas escapándose. El mundo entero estaba frente a mí para que yo lo experimentara a través de los sentidos. Me sentí anonadada por el silencio, pequeña frente a semejante inmensidad. Nunca me había sentido tan cerca del sol.
Antes de emprender el descenso, caminamos a lo largo de la colina para ver otro pueblo distante y almorzar. Compartir la comida es una de mis formas favoritas de relacionarme con los demás. Nuestro sencillo picnic que consistió en sándwich de queso y tomate, nueces y frutas en la cima de la colina no fue la excepción. Era adorable ver lo mucho que la abuela se había ensuciado, y cuán terca estaba siendo yo en mis esfuerzos por mantenerme limpia, sentadas en la tierra con boñiga a nuestro alrededor. El ritual de pasarse el pan y las nueces, sirviéndonos agua caliente del termo, me procuraba una sensación de conexión no solo con ella, sino con ese instante preciso en el tiempo mientras mirábamos a lo lejos en silencio. Ambas nos fundimos “en esos inmensos parajes herbáceos / Que, desolados, se extienden donde rugen los salvajes vientos”.

Después de mi día con la abuela, decidí quedarme cinco días y cuatro noches más. Renuncié a mi viaje a Danba porque hubo deslizamientos de tierra en la carretera. Kunchok, uno de los guías de la familia estadounidense, que hablaba un inglés excelente; me contó acerca del lugar y qué ver. Le pregunté muchas cosas porque mi conocimiento de la cultura tibetana era bastante superficial. Kunchok estudió inglés en la India donde conoció al Dalai Lama. El Tíbet es uno de los pocos lugares donde comparto de manera voluntaria mi nacionalidad estadounidense para expresar de manera implícita mi simpatía política. No habló ni mal ni bien de los chinos, pero con todos los tibetanos que conocí estaba implícito el descontento con el gobierno chino. Le pregunté sobre su ciudad natal, Dege, a siete horas al noroeste de Tagong y antigua sede del reino, en territorio Kham. Me comentó que estaban empezando a traer más turistas internacionales, europeos y estadounidenses, por ser un centro cultural de la región. Se le conoce por su imprenta, hogar de la mayoría del patrimonio literario del Tíbet. También por la peculiar arcilla oscura que se usa en alfarería y en una cerámica especial que sirve para conmemorar la muerte de miembros de la familia.
También quise saber sobre la cultura de la muerte en el Tíbet y me explicó el entierro celestial. Me contó acerca del concepto del Samsara; el ciclo de vida eterna de las almas que reencarnan de manera continua. El entierro celestial es una metáfora de la vida que, incluso después de la muerte, nutre la tierra y sus criaturas. En el caso del entierro celestial, participa el quebrantahuesos, el buitre más grande del viejo mundo, superado solo por el cóndor del nuevo mundo. Los pájaros sagrados se alimentan de los restos cortados del muerto después de que se realiza la ceremonia de transferencia de consciencia. El karma que el alma lleva consigo a través de los muchos ciclos vitales es esencial en las creencias espirituales de los budistas tibetanos. Es esto lo que le da sentido a la práctica cultural del entierro celestial, a menudo incomprendida.
Al día siguiente fui a ver uno de los lugares donde se llevan a cabo entierros celestiales, en compañía de un guía tibetano, amigo de la familia. La colina estaba adornada con numerosas pizarras de piedra decoradas con mantras y banderas de oración, un templo pequeño, una gran losa que sirve de altar para los cadáveres cortados y un árbol del que cuelgan collares y objetos personales de los difuntos. Me tomé un momento para imaginar la ceremonia que Kunchok había explicado la noche anterior. El guía, que no era anglófono, me mostró luego en su teléfono un video de una multitud de buitres dándose un banquete con los restos mortales. Los pájaros sagrados son más grandes, más horrorosos y tienen un aspecto aún más vil que los buitres que he visto en el continente americano. A través de ellos el ciclo continúa.

Más adelante, nos dirigimos en horas de la tarde al convento de monjas de Gyergo. El sol resplandecía en lo alto en el más azul de los cielos. Hacía demasiado calor para que las monjas estuvieran afuera y tuve el lugar casi que para mí misma. Le di la vuelta a las ruedas de plegaria con un par de lugareños recitando el mantra de “om mani padme hum”, mismo que Kunchok había confirmado ser uno de los mantras más recitados por la gente. Me alegró saber que no se trataba de un concepto superficial que se les vende a los yoguis occidentales. Sobre las ruedas de plegaria hay un montículo de varios niveles, decorado con las típicas piedras de pizarra de varios tamaños, pintadas con mantras; es el segundo más grande del Tíbet.
La última noche de la estadía de la familia estadounidense disfrutamos de un delicioso yak asado, a mi gusto, cocinado a la perfección. La carne era término medio, tierna y bien sazonada. El aroma y los sabores del asado me trajeron reminiscencias de las vacaciones familiares en los tempestuosos otoños e inviernos del Medio Oeste estadounidense. Ya había probado el yak en Chengdu y el sabor era característico de la carne de caza, muy fuerte para mí, pero los platos frescos de yak (momos[2], thupka[3], hamburguesas, asado) que sirvió la familia estaban deliciosos. Sabía que Angela y su esposo criaban su propio yak por lo que la carne estaba muy fresca. El yogur y la mantequilla provenían de animales criados al aire libre, por ende, eran orgánicos. Hay una gran diferencia cuando sabes de dónde viene la comida: es una manera más de conectarse con la tierra y su gente. De hecho, esa es la razón por la cual todavía no conocía a su esposo, un nómada Kham que trabaja en las colinas pastoreando a sus yaks. “Luego, a medida que el día mengua y los salvajes vientos se enfrían, / Reúne al rebaño con cantos de lobo rebosantes de júbilo / Y se tambalea detrás de ellos, de regreso a casa, a las carpas lejanas, / Que reverencian y alivian con descanso las arduas labores del día”.
Pasé mi último día tratando de escribir un poema sobre la tierra, conociendo nuevos huéspedes y amigos de Angela de Chengdu y por fin pude ver los picos nevados del Zhara… ¡Magnífico! Ojeé los libros de la biblioteca mientras admiraba la vista y encontré un poema cuyo título es “El nómada I”, en un libro sobre la cultura tibetana. Escrito por Gyalpo Tsering, un académico tibetano reconocido en todo el mundo. Le tomé una foto y la llevé conmigo cuando exploré las colinas del otro lado del río, con la esperanza de sentirme inspirada por la esencia de la tierra. Eran más verdes que las colinas del otro lado del río, con arbustos menos rugosos, más flores silvestres y de pasto más suave. Caminé hasta la cima de la colina completamente fascinada por los colores del brillante cielo tibetano y las vibrantes estribaciones de la meseta tibetana que se extendían hacia el horizonte. El viento aullaba y el sol relucía, era perfecto. Sola en las colinas como los nómadas, aislada en la inmensidad. Con las nubes y las flores silvestres como público, leí en voz alta lo siguiente.
Se sienta y contempla, con una canción en los labios
Mientras pastan sus rebaños de yaks: él y ellos
Se funden en esos inmensos parajes herbáceos
Que, desolados, se extienden donde rugen los salvajes vientos.
Canta durante el día; todo lo demás en
Él parece estar pegado a su voz ronca.
Extraña melancolía navega en el mar de hierba,
Canción a veces eclipsada por el aullido del viento.
De tanto en tanto se remanga su chuba[4]
Para sacudir su honda de lana tejida; apenas suena,
Sus amigos lanudos se arremolinan hacia la hierba fresca,
Agreste, pero lo bastante dulce para llenarse hasta el anochecer.
Aquí no hay pájaros ni olor a hombres
En derredor, sus rebaños de yaks, y nada más
Como islas en un mar en calma, tiznado de vida de colores,
Le dan la bienvenida a un viajero solitario, desconcertado por el aislamiento.
Luego, a medida que el día mengua y los salvajes vientos se enfrían,
Reúne al rebaño con cantos de lobo rebosantes de júbilo
Y se tambalea detrás de ellos, de regreso a casa, a las carpas lejanas,
Que reverencian y alivian con descanso las arduas labores del día.
Quizás mi poema se quedará sin ser escrito. Quizás la esencia de las praderas no podrá ser expresada. Cuando regresé a Chengdu, sentada en un restaurante, en soledad e intentando ignorar el ruido, le envié un mensaje a Kunchok diciéndole que ya extrañaba el silencio. De vuelta al caos, la contaminación, la agresión y las luces de neón de la selva de cemento. Me respondió: “medita y piensa en la paz de las praderas”. Esto es lo que él hace cuando está lejos de casa. Su energía, su manera de ser y de interactuar con los demás y el mundo, son la expresión de su tierra natal. Quizás como Kunchok, este podría ser mi poema aún no escrito. Mi manera de ser y estar en el mundo que sean la paz y la armonía de la tierra, la alegría y el calor de la gente, la fuerza de las montañas, la perseverancia del río. Este es mi poema dedicado a las praderas del este del Tíbet que llevo conmigo dondequiera que vaya.

[1] Erika Bondi, PhD., es poeta, escritora, investigadora y traductora de prosa. Vivió y trabajó en China de 2017 a 2021 como Profesora Asistente de Literatura Española en la Universidad de Sichuan. Sus intereses de investigación incluyen la estética, la narratología y la poética. Ha publicado artículos en revistas literarias y culturales como Ámbitos feministas y Contrapuntos, entre otras. Sus esfuerzos creativos se centran de manera principal en la ficción y la poesía, asimismo en algunas traducciones de prosa como Canopy (2017) de Judith Castañeda Suarí. En este momento se encuentra escribiendo y viajando en Estados Unidos.
[2] Dumplings o empanaditas al vapor tibetanas en forma de panecillos, rellenos de carne y verduras. La familia preparó unos con carne de yak, y otros con queso de yak y cebollín. De lejos, los mejores dumplings que probé en mis cuatro años de vida en China.
[3] Sopa de fideos tibetana que, como nos reveló Angela, es la comida preferida de los tibetanos. Pude ver a la familia preparando los fideos largos y planos desde cero. Estos fideos se sirven en la sopa cortados en rectángulos, con trozos pequeños de carne de yak y verduras.
[4] La chuba es un abrigo largo de piel de oveja hecho de lana gruesa.