UN VIAJE INESPERADO
Curso “Puente al futuro”, el plan de formación de 1.000 dirigentes jóvenes de China y América Latina
Fueron diez días. Solo diez. Pocos, pero suficientes para abrirme a la curiosidad, para descubrirme un mundo nuevo que me tiene fascinada. Por su enorme riqueza, por sus increíbles contradicciones. Reviso los apuntes de mi diario de viaje y encuentro un mar de emociones, de sabores, de paisajes y caras. Confieso que participé en algunas de las conferencias a las que fui invitada al “Puente al futuro, líderes de América Latina y el Caribe”, organizado por la All-China Youth Federation al encuentro internacional (2017), pero que intenté sobre todo, iniciar un viaje para conocer un poco este inmenso lugar llamado China. Ello significó, primero escapar del orden del día, para caminar, oler, comer, tomar el metro y recorrer un pedacito de sus ciudades gigantes, entrar a sus templos, de rezo y contemplación, pero también de consumo, descubrir su país de la mano de apasionados sinólogos, profesores invitados al encuentro de juventudes que me presentaron esa China que les encanta y conduce sus investigaciones. Fue, también, entablar conversaciones con jóvenes de países vecinos al mío para entender sus realidades y fijarme en sus propias preguntas sobre lo que para ellos es China. Mi excusa, así, fue pisar esta tierra nueva, esas ciudades que visitaríamos, para buscar allí respuestas a las mil y un preguntas que tenía sobre este lugar monumental.

Y pasó que el viaje detonó mi interés por conocer más de su historia. Por leer este país. Por comérmelo a bocados apetitosos. Por intentar entenderlo, al menos un poco en su inmensidad.
Esto me llevó a descubrir, primero, a través de la panza, este mundo nuevo. Su cocina se me reveló como la mejor metáfora para demostrar que no es posible hablar de un país, pero de muchos. Luego vino la literatura, alguna al menos, seguramente muy poca todavía. Y ahora, claro, los oídos se abren frente a sus muchas noticias y que no es más que la muestra de su creciente poderío mundial.
Pero vayamos por partes. Y en orden. Veamos cómo fue el viaje. Para ello, releo mis apuntes.
Me gusta el chino, el idioma. Su melodía, su suavidad. El té, en el avión, se llama chino, en contraposición al inglés, o té negro. El menú asiático, pollo con salsa de frijoles negros y arroz. Me impresiona la medida del tiempo, 24 horas en suspenso. Un día entero, recuperado, que luego volveré a perder. Me preparo para otra fisonomía, distinta a la mía. Y a no entender ni una palabra.
Beijing
Lo mejor, como siempre, es la vida cotidiana. Descubrir y caminar las calles que recorre la gente a diario, lejos de los circuitos que nos invitan a ver las guías turísticas. Pero antes de eso, claro, pisar la Ciudad Prohibida. Esa inmensidad da cuenta del tamaño de este lugar. De su ambición y poder. De su refinamiento, también. Exhibe el complejo entramado del manejo del poder que llevó a construir esta ciudadela para regir los destinos del país. Paradójicamente, quien corona su entrada es una imagen gigantesca de Mao, quien quiso que ese pasado dinástico desapareciera en favor de la nación que quería construir con una nueva historia. En fin. No importa. Para eso están las huellas del pasado, para contarnos cómo el espíritu humano es conducido por sus pasiones.
Pasear por las callejuelas. Y perderse en ellas en pleno verano. Toparse con alguno de los hutong, estas viviendas tradicionales y populares del viejo Beijing, dispuestas en un patio, perfectamente grises, que se resisten a desaparecer pese a la creciente modernización de la ciudad. Ver en esos laberintos la vida ocurriendo en la calle, los hombres torsidesnudos escapando al calor de esos espacios minúsculos y hacinados, o las señoras lavando la ropa allí en medio de cualquier esquina, también los mercaditos con melocotones de carnes rosadas, las bicicletas y los pitos.
En Beijing me pasó lo que nunca creí que me iba a pasar: bailar Shakira en una de sus discotecas pegadas al cielo. Menos aún que todos cantaríamos y bailaríamos la canción que se universalizó (o viralizó para usar la palabra de moda): Despacito. Antes, recorrimos sus templos del consumo: edificios obscenamente estampados con el logo de alguna de las marcas que dominan el mundo: Apple, Adidas, Uniqlo y hasta una tienda gigante de Ferragamo.
Ricardo Martínez ha sido mi descubrimiento, un historiador de Costa Rica apasionado por la historia china de los siglos XVII y XVIII. Con él, llegué a la casa de Pablo Rodríguez, un colombiano radicado en Beijing, traductor de decenas de lenguas, uno de esos genios que muy pocas veces te encuentras en la vida. Me cuenta que el mandarín es una suerte de concepto estético, por lo cual no hay alfabeto, cada carácter representa algo y es palabra, pero no se usan letras que conforman un sentido sino que cada dibujo contiene un mundo. Y un sonido. Nos mostraba entonces la palabra agua y su grafía, una especie de cascada. Pero si a esa “cascada” le pones una cajita encima, se convierte en una mina, y así detectas que te están hablando de agua mineral… todo un universo. Esto implica imaginarse un mundo para transmitir una idea (me hace pensar en una partitura, imaginarse el sonido de la música para luego dibujarla).

Tuve suerte con la gente que descubrí. Otro amigo recomendado desde Bogotá, Rodrigo Escobar-Vanegas, un artista que vive allá y está casado con Zhan Ying de Chengdú, también me paseó y mostró su Beijing. Su misión era llevarme de compras de delicias para comer y poderme traer a Colombia, empezando por el infaltable polvo de ajonjolí negro que ojalá nunca faltara en mi alacena. Recorrimos estanterías y estanterías repletas de algas, tallos, animalitos disecados, espumas rarísimas, polvos que ni idea, y salsas que se veían buenísimas. Evidentemente, mi maleta se llenó y era apenas la primera etapa del viaje… con ellos probé la cocina de Hunan, al sur de China y morí por ella. Por la intensidad de sus sabores, por su equilibrio y delicadeza. La ensalada de tallos de bambú con aceite de ajonjolí es un sabor que no se me puede olvidar.
Él intentó explicarme puntos muy diversos de la cultura china, como, por ejemplo, el valor millonario de la tierra en esta capital (8.000 yuanes (algo así como 3.700 millones de pesos) por un apartamento pequeñísimo y en el tercer círculo de la ciudad, o sea a más de 40 minutos en metro del centro), así como esa reciente sensación de pérdida de libertad que sienten los chinos más liberales en las calles de la ciudad, con las persecuciones a los homosexuales, por ejemplo, en nombre de la rectitud de los valores. Todo por una corriente neoconservadora y controladora que se siente, galopante. De hecho, mientras estuve allí murió el Nobel de Paz, Liu Xiaobo, crítico del gobierno y no mereció ni un pésame… en fin.
Pero él también me habló de algo sobre lo cual se ha construido un imaginario muy concreto de su gente: el sentido de la higiene en este país. Existe esta idea de que los chinos son “sucios” y lo repetimos un poco sin saber que estamos diciendo. Me lo contó con una imagen lo suficientemente gráfica: cuando llegó por primera vez a un baño público, ya hace años, vio una escena que nunca se le borraría, un hombre en cuatro patas, y otro limpiándole, delicada y metódicamente, el ano. La higiene íntima está por encima de la del hogar, por ejemplo. “Por eso escupen”, me explicaba luego mi historiador de cabecera en este viaje, porque es algo sucio dentro de su cuerpo y han de expulsarlo. “Es parte de Daoísmo”.
Quizá la mejor manera de entender este país será no dar por hecho nada.
Es increíble estar acá. La luz brillante, brillantísima –que ya descubrimos que lo es de la pura contaminación–, su particular forma del desorden en donde carros, motos, bicicletas y peatones conviven echándose el uno sobre el otro pero de una forma donde no parece que se harán daño. Lo decía anoche Pablo, el traductor de las 13 lenguas, en China la gente no se agrede pese al desorden, a diferencia de nuestra manera incivilizada de gritarnos los unos a los otros mientras conducimos (y todo lo demás); allí, cada cual sabe que pasará la calle, el que frena frena y también pasa, pitan en sus Vespas en el andén y van metiéndose. Hace un calor del demonio, creo que la suma del verano con la contaminación hace el aire más pesado, sudas al caminar un paso y al poco rato te das cuenta que estás completamente empapado. Ayer, sentía en un momento mientras íbamos rumbo a la estación de Chedaogou, donde Pablo y Paloma, que se me iban a cerrar los ojos y que me iba a quedar sin aire. Tuve que sentarme. Fue como una manifestación de la enfermedad del sueño que sentí en Bangkok unos años atrás, ese estado en donde resulta imposible mantenerse con los ojos abiertos. Me resultaba difícil quedarme de pie si bien el metro no estaba lleno a pesar de ser hora pico. Quizá porque íbamos hacia el otro lado del centro.

La dimensión de la ciudad, su enormidad, te la da el tiempo dentro del metro. Treinta minutos andando a toda velocidad y parando en decenas de estaciones, te muestra lo lejos a donde te diriges. La medida de los chinos es tomar el metro a unos 15 minutos de donde está, hacer un trayecto de algo así como una hora y luego caminar a su destino unos 10 o 15 minutos. Y eso es solo debajo de la tierra, encima es otra cosa, los trancones son monumentales y generalmente vas bumper tras bumper, con esa luz blanca encegueciéndote, seguramente por eso los carros tiene vidrios de espejo en su delantero, para resistir y no encandilarse sistemáticamente.
La pasión de Ricardo al hablar me sobrecoge, su manera de presentarme este universo que lo conmueve, de decirme que para entender a China –que significa el centro de todo– hay que decidir mirar el mundo desde su perspectiva y es, a diferencia nuestra, un todo que gira entorno de los demás, no tú como el centro. Siempre estás en relación a los otros; saben que todo es verdaderamente más grande y que hacen parte de un sistema.
No hay dios ni dioses. Sus lugares sagrados son las montañas y la conexión vital del hombre con la vida es a través de la naturaleza, materializada a través de la poesía. Por esos sus jardines en busca de armonía, una que se ve interrumpida fantásticamente por los sonidos ensordecedores de las cigarras. Nos llevan miles de siglos de historia vivida, quizá por ello son tan calmados. Pueden hablar duro, pero más por su forma de ser que por estar de malgenio. De hecho, son amables, como la chica que al no funcionarme la tarjeta del metro cuando la tenía que depositar a la salida, me ayudó con una naturalidad absoluta. “Todos son así”, me dijo Ricardo. Fueron la inspiración de la Ilustración europea, gracias a los misioneros que llevaron el saber milenario al viejo continente, y por ello hubo durante tantos años la llamada “sinofilia”, una fascinación por las enseñanzas chinas en los pensadores europeos, que a la hora de la Revolución Industrial, cuando tocó decir “es que nosotros somos los primeros”, rompió con el elogio y derivó en “sinofobia”.
Justamente impresiona muchísimo el daño que se le hizo a la imagen de este país creando los estereotipos que dominan al chino: que es sucio, que comen asquerosidades cuando la comida es exquisita y tremendamente sana, y ellos son amables y serviciales. Quizá su pecado mayor es la opulencia. “No puede haber la apariencia de que sirves poco en una cena, como si no tuvieras qué dar, es de poca cortesía”, comenta Yushu, estudiante de letras que además nos ayuda con la traducción.
“Si eres inmigrante –explica Ricardo–, y te fuiste huyendo de tu país, posiblemente de una hambruna, llegas a otro sitio, del que no sabes nada, mucho menos su idioma por lo cual no te reciben con los brazos abiertos, sino que te señalan, estigmatizan y aíslan, ¿cómo no vas a encerrarte con hosquedad?”. Pensemos en cómo hablamos de los chinos, de lo chino… siempre con un poco de desprecio. Y es que son tan, tan, distintos a nosotros que imponemos barreras, que muchas veces se vuelven distancias infranqueables.
Todo se explica desde los comportamientos.
Somos esclavos de los prejuicios. Este viaje me lo comprueba permanentemente.
Xuzhou
De esta ciudad de paso me sorprende, de nuevo, su talla. Estamos hablando de una ciudad de unos 10 millones de habitantes en la cual no vi gente en la calle. Tanto que anoté que me resultaba algo “fantasma”. Allí fuimos a conocer una fábrica de camiones y equipos de construcción. Sospechosamente impecable, parecía una ciudadela de lego con obreros de mentira. Y aquí pienso en las apariencias que se buscan crear. ¿Qué esperan que veamos o escribamos de esta experiencia tan artificial? Todo aquí me lo parece, un artificio. Siento que apenas nos montemos en el bus, esto desaparecerá. Veamos qué sigue.
Nanjing
Estoy en un evento variopinto. Un encuentro de juventudes latinoamericanas y del caribe con miras a intercambiar saberes y experiencias con China. En realidad, más que un intercambio, es una sucesión de agradecimientos de los miembros de estos países por haber recibido la mano del país asiático (o pedirle su ayuda y patrocinio), así como su certero compromiso por seguir siendo embajadores chinos en sus propios países.
Las conversaciones dentro de los buses que nos transportan de lado a lado, o en las enormes mesas de banquetes que nos tienen preparados a diario, han pasado de historia de China de los siglos anteriores, a los presentes; de teología de la liberación y política de la religión; de Argentina y el peronismo y el macrismo y la banca para los más pobres; de Cuba y la división social por cuenta de la apertura; de la negación de la dura realidad venezolana; de la crisis de gobernabilidad en Brasil y de los think tank gringos que construyen y legitiman los discursos de los presidentes de nuestros países.
Pero también se mencionó con cautela ideas sobre el gobierno actual chino y el culto de la personalidad de Xi Jinping, como también de la censura, la vigilancia y el control. Tener internet era simplemente una fantasía, no era para nada sencillo comunicarse. Y, claro, de esas imágenes que buscan que se nos queden, tan estéticas como la fábrica de camiones de la que ya hablamos, tan opulentas como las cenas que nos ha brindado, botando comida de tanta que dan, o excesivas como el hotel cinco estrellas. Con un fin: mostrarnos el poder del Partido Comunista –que es finalmente quien nos está pagando todo– capaz de poner el sistema de trenes de su país a nuestro servicio.
Y entonces pienso en la construcción de la imagen, en lo que se desea proyectar al moldear una idea de nación. Porque eso es lo que están buscando los chinos, pero también los presidentes que van a estos centros de pensamiento a convencerse de que lo que están haciendo es lo correcto y buscando legitimación sobre su gestión y algo de lobby en países poderosos. Pienso inevitablemente en Rusia y siento que debo explorar la idea del imperio (por supuesto del chino), la lógica del imperio, de la dinastía, de las jerarquías, de eso que se me escapa al entendimiento y son esas estructuras que parecen un juego de mesa, de estrategia militar, de poner y quitar fichas, de ese sentido de la subordinación del gobernante/gobernado – profesor/alumno – padre/hijo – hombre/mujer – emperador/emperatriz/concubina… fascinante.
Shanghai
Última parada del viaje. En este viaje que ha transcurrido nutridamente entre conversaciones que intentan ser serias, con visitas a templos y museos y colecciones de jade y parques y centros comerciales y jardines incrustados en la mitad de las ciudades, y pasajes repletos de tazas de té y teteras, cachuchas de Mao, camisetas de I love China, vestiditos de qipao para turistas, carteras Louis Vouitton de mentiras, cerditos y dragones de caramelo, panecillos hervidos, cerveza y miles, miles de turistas chinos entre nosotros. No nos necesitan a los extranjeros, con sus millones circulando para ellos mismos tienen y les sobran.
Pero llegar a Shanghai es cuento aparte. Es descubrir lo más occidental de China. Y seguir siendo China. Tiene un sector, identificado como el Bund, con arquitectura republicana europea, edificios portentosos donde operan los bancos del mundo entero. El río Huangpu divide la ciudad en dos, pero sobre todo, divide el pasado con el futuro. Frente a los edificios antiguos, la monumental torre de La Perla desde donde se divisa desde su altura de 468 metros toda la ciudad, así como otras moles de vidrio y neones que nos muestran nombres de empresas de telecomunicaciones y mundos digitales. Ríos de gente caminan, comen y compran. De nuevo, escapé del programa del día y caminé y caminé y traté de entender la ciudad, y me subí al metro y recorrí varios sectores. Pasé por el Museo de Shanghai y vi, de nuevo, hordas de chinos haciendo cola para entrar. Lo mismo en el museo de arte. Pero al que sí entré, por estar escondido dentro de un edificio al que hay que entrar casi con santo y seña, fue el museo de la propaganda. Una colección privada con los afiches que usó Mao, por décadas, para impulsar la revolución de su país. Qué cosa maravillosa. Allí podemos ver ese país de campesinos que se vuelve país de obreros dispuestos a hacer crecer a su país. Todo, bajo la guía del gran Mao. La iconografía es precisa y brillante. Las sonrisas de esos hombres y mujeres dispuestos a sacrificarlo todo por su líder.
Fue el cierre ideal de un viaje inspirador.
¿Qué pasa cuando tienes una experiencia tan intensa?
Lo primero que hice fue trasladar mi emoción en un banquete para mis amigos. Diez platos con recetas de norte a sur, aromas, ingredientes, sabores y picantes distintos. Fueron muchas horas de preparación de pescados, carnes, caldos, granos y vegetales que fueron felizmente devoradas por mis invitados.
Luego, sentarme a entender qué fue lo que me pasó y por qué. Empezar a ponerle datos a mis percepciones. Para eso, empieza la lectura y se abren los ojos y los oídos.
El primer texto fue antes de salir para allá. China para hipocondríacos, de José Ovejero. Una guía de viaje fantástica que me pintó ese país con sus complejidades: “(…) Veo rostros, gentes intercambiables. Los chinos son la primera vista eso: un grupo en el que el individuo no tiene lugar propio, como abejas de una colmena. De hecho, ese conjunto innumerable no se descompone en personas sino en otros grupos más reducidos. Por un lado, el danwai, la unidad a la que pertenecen en el lugar de trabajo, que va mucho más allá de la vida laboral: se inmiscuye en la vida familiar, se ocupa de buscar novia/o al solterón/a, reparte las viviendas, hay que consultarle para casarse y para divorciarse, decide cuándo las parejas pueden tener hijos, y reparte los preservativos, por supuesto solamente a las parejas casadas (…) Lo que el danwai es en la ciudad lo es la familia en el campo: no se trata aquí de la familia nuclear, sino del clan, un conjunto de personas unidas por la sangre en muy diversos grados, entre las que hay un sistema de jerarquías claramente establecido. La persona no es nadie; uno es en cuanto que es miembro de la familia. Por eso los estudiantes de Tiananmen escribían al revés los nombres de algunos dirigentes políticos, porque escribir mal el nombre de alguien es un terrible insulto, es dejarle sin familia, o deformar los lazos que tiene con ella. También por eso en China tienen tradición los castigos que recaen sobre la familia del delincuente: como él solo no existe, la responsabilidad es compartida. La revolución cultural recuperaría con entusiasmo esa tradición china del castigo a toda la estirpe: no solo se encerraba al contrarrevolucionario, sino que también toda su familia se veía expulsada de sus trabajos, se le quitaban privilegios, se la aislaba de la comunidad (…)”.
Luego siguió la novela La buena tierra, de Pearl Buck, hija de misioneros que vivió sus primeros 40 años en China. Contaba, maravillosamente bien, el culto al trabajo del hombre chino campesino en el cambio de siglo XIX al XX. Sus penurias y resistencia a las temibles hambrunas, pero, al final de su perseverante camino, muchos años después de muchísimo trabajo, la prosperidad que deviene en motivo de envidia por sus vecinos… algo que me gustó muchísimo de la novela fue la cruda descripción del trato con su mujer. Su esposa, una mujer fea aunque fuerte y leal, es quien lo ayuda en todo ese esfuerzo descomunal por salir adelante. Se parten ambos por lograr el objetivo. No obstante, apenas él se empieza a enriquecer, sus ansias cambian y sus posibilidades se amplían: se le abre el universo de las concubinas y una de ellas llega a desplazar a la madre de sus hijos. Al punto del desprecio inmenso al que la somete. Podríamos decir que la autora se excedió en el melodrama y sin embargo, lo que introduce, y muy bien, es el sistema de concubinas, fundamental en la manera de construir relaciones en las familias chinas. De hecho, ser la concubina del Emperador significaba cumplir con unas funciones específicas; unas cantaban, otras bailaban, otras tocaban algún instrumento o recitaban poesía. Cada una cumplía un lugar en la escala del Emperador, no solo sexual, sino en el campo político y económico, al punto de que las concubinas eran elegidas por su madre. Así que un campesino aburguesado conquistara el poder de comprar los favores de una concubina significaba un ascenso social enorme en la escala social. El libro es brillante describiendo tal transición. Porque, de nuevo, nada mejor que las costumbres para entender un pueblo.
Luego vinieron los textos más sesudos… un amigo desmanteló su biblioteca y me regaló unos tesoros. Tocaba entonces meterse en un poco de la historia de ese país: Como lo deja entrever el profesor Eberhard, de la Universidad de California, en su Histoire de la Chine (1952), la realidad vivida bajo Mao parecía ser el resultado natural de un país en transición, de un país que se estaba redefiniendo a sí mismo. “El periodo que va de 1912 a 1927 puede definirse como aquel de la disolución progresiva de esta clase que calificamos de propietaria y dirigente”. Y así, en esta recomposición social que resultó tan conflictiva en un siglo XX profundamente cambiante, se encontraban tres tipos de personas, difícilmente compatibles: una creciente clase media, principalmente compuesta de comerciantes y banqueros, deseosos de introducir en China fórmulas capitalistas occidentales, así como estudiantes formados en el extranjero que llegaban con algunas nociones de democracia; un proletariado, combativo y cada día más exigente y renegado, nacido de las primeras incursiones capitalistas del gigante país y que, en consecuencia, iba en contravía de esta mentalidad empresarial y una última clase, la más numerosa, un campesinado carente de nociones de política pero dispuesto a seguir a quien le prometiera ponerle fin al feroz sistema de renta de la tierra y de pago de impuestos. Hacían parte de un grupo humano entrenado, por generaciones de maltratos, en huelgas y que, con tal de alcanzar sus metas, atacaba a propietarios, funcionarios o usureros, hasta llevarlos a la muerte. “De esta forma se presenta esta burguesía de elementos dispares y persiguiendo intereses divergentes, unida solamente por un odio común contra las clases dirigentes y contra la monarquía”.
Lo perturbador de este modelo y cómo se desarrollaría en las décadas siguientes, es el eficaz cuestionamiento al sistema de creencias tradicional para construir una sociedad fundada sobre nuevos valores. Pero vemos, ya a la luz del momento histórico que vivimos, de qué manera se consolidan los regímenes. Van directo al alma del ser humano. “Desde el punto de vista cultural, la situación no era menos complicada –escribe el profesor Eberhard. El confucianismo y toda la vieja ética y civilización edificada sobre los principios de Confucio, se habían vuelto inaceptables para la clase media. Esto porque el confucianismo rechaza un principio que esta nueva clase considera, al menos teóricamente, como esencial: la igualdad para todos. (…) con el abandono de la doctrina, fue para estas clases, el abandono de las normas morales que se desprendían de ellas”.
Vemos cómo, entonces, durante la Gran Revolución Cultural Proletaria (1966-1976), se atacaría directamente todo aquello que fundamentaba la tradición de este país milenario, porque “el pensamiento del proletariado debe aniquilar los comportamientos burgueses”. Así se narra en Una vida en China, 1er volumen, El Tiempo del padre (2009), de P. Ôtié y Li Kungwu:
- Cambiarse el nombre porque denotaba raíces antiguas o gustos burgueses.
- Introducir a lo largo de todo el país, hoteles, tiendas o cualquier facilidad que se llamaran “Del Pueblo”, “De las masas populares”, “De la Revolución”, “Del Trabajo” o “De los obreros, los campesinos o los soldados”.
- Eliminar toda referencia a la antigua China, al dios del dinero, de las divinidades, a la diosa de la misericordia, a los caracteres de la buena fortuna, la felicidad y el dinero.
- Prohibido hacer ofrendas y quemar incienso.
- Reconfiguración del menú alimenticio por “platos reaccionarios”; en lugar de té (que deja de servirse con las dos manos), tisana corriente; platos simples con más tallarines y arroz que pescado y carne.
- Cambiar la música, a la que se consideraba atada a las élites del pasado, por mensajes aleccionadores de Mao en la radio.
- Cambiar las fotografías de paisajes que decoraban hogares o establecimientos públicos, por afiches propagandísticos que mostraran el pueblo unido y feliz. Todos, con el Libro Rojo en la mano.
- Se cambiaron las reglas en los baños públicos, una de las tradiciones chinas más antiguas: se prohíben los masajes por considerarse una explotación clasista, solo se permiten masajes en los pies, y solo a obreros, campesinos y viejos soldados, y a los empleados de los baños se les paga menos.
- Los armarios de la gente son revisados y solo prendas revolucionarias y austeras se pueden vestir.
- Solo se permiten unos cortes de pelo simples.
¿Qué haces con toda esta información? ¿Cómo te cambia la experiencia del viaje? ¿Te confronta?
Indudablemente. Presenta algo que quizás intuías o habías oído, pero nunca con demasiada hondura. Te das cuenta que en China hay temas vetados, no se habla ni del Tíbet, ni de Taiwán. Y entiendes entonces, la estrategia brillante de las invitaciones a delegaciones de extranjeros para presentar a la nueva China, la industrial, la tecnológica, la imparable. Inversiones millonarias para conseguir embajadores que divulguen la Nueva Ruta de la Seda, todo el programa de expansión chino en el mundo. Descubrieron que para enfrentar al capitalismo, su mejor arma es, justamente el dinero. Están comprando al mundo, a los medios de comunicación, a la prensa, introduciendo la tesis de Xi Jinping de contar la historia de China, “pero bien”, con su versión.

Si no puedes con tu enemigo únetele. En lugar de seguir peleando con quienes los critican, los grandes medios de comunicación, el Partido Comunista pauta separatas millonarias en esos medios en crisis económicas, y entrena a periodistas del tercer mundo para que aprendan a contar bien la historia de China, esa historia de progreso y dominio del mundo que hoy estamos viendo. Están en formación, ya saldrá una camada potente como un ejército. Eso, sumado al espectro electromagnético que están adquiriendo en muchos países en los que hacen presencia, controlando el tránsito digital de la información, así como nuestra propia entrega de datos propios cuando compramos un Huawei, hace de esta película una de aterradora ficción.
Nada distinto al control en el que nos tiene Estados Unidos con Facebook, sus marcas y estilo de vida uniforme en el que decimos sentirnos cómodos. Se percibe una nueva guerra fría en la que todos nosotros somos, apenas, una ficha más, que se deja seducir por el mundo del consumo.
Es un cuento fascinante. Tan lleno de matices que es imposible verlo en blanco o negro. China es un mundo de grises que enriquecen la mirada. Quizá, mi gran lección de esta pequeña introducción a la China, realmente impulsada por Luis y el programa de jóvenes sinólogos, es comprobar una y mil veces, que nada se puede mirar solo con un ángulo de la historia.