DE LOS LIBROS, LAS BOMBAS Y LOS OLIVOS (WALTER BENJAMIN Y LA PACHAMAMA)
Traducción de Mariana Virginia Arias Llano
El filósofo vive en retiro en los Andes colombianos desde 2017. Es aquí donde experimenta el confinamiento debido a la pandemia de Covid-19, y piensa acerca del futuro. Este texto es una traducción de la versión original del artículo publicado en Le Monde, mayo 21 de 2020.
Enero 2017, dejé mi ciudad, París, mis amigos y todo lo que componía mi universo social. Mayo 2020, escribo desde las montañas colombianas, sobre el altiplano de la cordillera, en una casa de adobe rodeada de robles, a dos horas de camino de la primera carretera. Aquí estoy en retiro, mas no jubilado, sino retirado de un mundo en el cual ya no lograba respirar, ni escribir, ni nada. Me salvé a mí mismo. Vine aquí para salvar mi vida, o más bien para redescubrirla.
Ya en los años 2000, mientras me disponía a escribir la biografía del filósofo alemán Walter Benjamin [Walter Benjamin, Una vida en los textos, Actes Sud, 2009], me refugiaba cada vez que podía en una cabaña rústica en medio de olivos que me prestaba, sin condiciones de ningún tipo, un cirujano de muy buen vivir. Un mecenas, de cierta forma, al que le parecía anormal que los escritores, en su mayoría, no puedan vivir de su trabajo. ‘‘Los libros, me decía, me permitieron aguantar mi trabajo. En las noches no dormía, leía.’’

Walter Benjamin en el último día de su vida
Estos olivos que se pierden en el horizonte me permitieron durante mucho tiempo sentirme acompañado por Walter Benjamin. Era como si él mismo estuviera narrando la historia de su vida; una vida intensa brutalmente interrumpida a sus 48 años por la persecución nazi. El 26 de septiembre de 1940, yéndose del pueblo de Banyuls-sur-Mer a fin de cruzar la frontera española, en el que sería el último día de su vida, tomó un camino bordeado de olivos, siendo el más antiguo un olivo milenario. Cuando lo vemos hoy, no nos percatamos de pequeñas y curiosas hendiduras que, talladas en la piedra, son testimonio mudo de la presencia de los alemanes que estacionaban sus tanques en ese lugar. En su ABC de la Guerra, que puse en un atril en frente de mi escritorio, Brecht escribe, al lado de una foto mostrando las bombas escondidas debajo de los olivos:
‘‘Toi, l’olivier, qui de ton feuillage clément
Couvres si bien les meurtriers de tes frères
Tu es souvent comme ces femmes coiffées de blanc
Qui soudent les bombes pour un petit salaire.’’
‘‘Tú, el olivo, que con tu ramaje clemente
Cobijas tan bien a los asesinos de tus hermanos
Eres a menudo como aquellas mujeres de cofia blanca
Que soldan las bombas por un salario precario.’’

Aquí en Colombia, Boyacá, la región donde vivo, tiene un microclima que se asemeja al de las costas mediterráneas. Vivo cerca de Villa de Leyva, un pueblo encantador. Hay viñedos, campos de lavanda y olivares, herencia de los españoles. Por desgracia, este inmenso olivar tuvo un declive en el siglo XIX, cuando el rey de España prohibió la importación de aceitunas colombianas, mucho más económicas; también influyó una enfermedad traída por traficantes de Europa que diezmó los olivares de Boyacá. Un ingeniero, que hoy tiene casi noventa años, dedicó su vida a tratar de revivir los olivos de su región. Este señor hizo parte de la primera promoción de agrónomos de la Universidad Nacional de Bogotá. Sus hijos y nietos los cultivan y comercializan. La profusión de nuevos cultivos permite pensar en la creación, en un futuro cercano, de una cooperativa para producir aceite a costos y precios razonables tanto para el medio ambiente como para el consumidor.
Comencé entonces a plantar olivos. Árboles de prueba, para evaluar su adaptabilidad en diferentes altitudes, entre 2100 y 2400 metros, compensadas por el clima tropical. Planté árboles frutales, y dejé mi escritura en barbecho. Tres años de silencio. Luego la ola viral se desató, y Colombia tomó medidas radicales desde el principio. Estoy confinado en un bosque que poco a poco vuelve a tomar posesión de los montes espoliados por la deforestación. Y ahora entiendo bien las razones profundas de haberme venido a vivir aquí.

Aquí en el valle tenemos tiempo y es muy satisfactorio
Me fui en búsqueda de lo esencial. En Francia, me sentía languidecer por la desaparición progresiva de cuatro realidades: la tierra, el tiempo, el amor y la escritura. Estoy aprendiendo de manera paulatina a encontrar de nuevo ese lazo poderoso con la tierra y con todo lo que sale de ella. Gracias a la tierra, estoy aprendiendo a recuperar mi tiempo, y ahora tengo consciencia de que nos lo robaron durante mucho tiempo. He visto la situación empeorar desde hace más o menos una década; ese tiempo que ya no tenemos, el tiempo libre, el tiempo para uno mismo, puesto que vivimos ocupados en no tener tiempo. Esa irónica ocupación de nuestras vidas por ejércitos ni siquiera foráneos, a los que les hemos dado el derecho de colonizarnos. He visto, oído, sentido esa ola desatarse sobre nosotros en el transcurso de los años pasados en el mundo virtual. La ocupación interiorizada. Aquí en el valle, tenemos tiempo de sobra y esto es fuente de una dicha y satisfacción inmensas para mí.
Sin embargo, esto no es un paraíso. Colombia no se despierta sin secuelas después de cincuenta años de guerra civil. En diez años, los campesinos de los valles andinos pasaron de la finca artesanal y familiar al monocultivo tóxico y depredador. Varios siglos cohabitan de manera permanente. El confinamiento lo reveló con una gran claridad. Una amiga llegó de París en el momento en que las autoridades sanitarias colombianas tomaban las primeras medidas, obligando a los extranjeros a una ‘‘cuarentena voluntaria’’ de catorce días. Por consejo de la Embajada de Francia, llegamos aquí, a las montañas de Tinjacá.
Los rumores más locos empezaron a circular: a mi amiga la daban por muerta, creían que yo estaba muy enfermo, y el chofer que la trajo hasta aquí fue condenado al ostracismo por su propia comunidad. Como si de un momento a otro volvieran a surgir fuerzas no solo antiguas sino míticas, cuyo origen es la Conquista además, asociada de manera directa a terribles enfermedades traídas por los españoles. Estas montañas conservaron la memoria intacta. Una situación que recuerda también la dolorosa época de la satanización de los enfermos de SIDA. La radio nacional transmite todo el día un comunicado para luchar contra la estigmatización de los extranjeros, en particular de los franceses, ya que a algunos los tiraron a la calle, en medio de la noche, con niños y maletas. Los dueños de hoteles, presas del pánico, terminaron por echarlos.
El poder creativo de los medios de comunicación del siglo pasado
En este tiempo suspendido, aparte de los medios de comunicación virtuales, se hace evidente la necesidad de volver a descubrir el poder de creación de los medios del siglo pasado. Con unos amigos músicos, estamos montando una radio local, Radio Tinjacá, inspirados por el modelo clásico de las radios libres. Y en especial por la radio comunitaria, que promueve tanto la Unesco. Una radio hecha por y para la gente de Tinjacá. Una forma de retomar el proyecto de Benjamin que ya en ese entonces, quería democratizar la radio, para dejar de lado cierto elitismo y ser un proyecto incluyente. Una radio que le puede interesar tanto a Don A., mi vecino de derecha que fue consejero del ex presidente Santos, como a Doña Z., mi vecina de izquierda, que acaba de traerme huevos frescos y leche recién ordeñada.
Bajo el influjo evidente del confinamiento, muchos comportamientos han cambiado por completo. Personas que ni siquiera se hablaban, ahora se ayudan, y hasta comparten las compras del mercado, plantan y siembran con gran ahínco. Lejos del inquietante monocultivo de los tomates de invernadero, el trueque se ha vuelto algo común. La radio crea de repente una comunidad de hombres y mujeres que no existía antes. Una pequeña utopía en proceso, muy lejos de las connotaciones negativas —rayando en el insulto— que esa palabra ha tenido en el debate político reciente. El sistema en stand by [mantenerse listo] ha traído de vuelta una serie de ideas políticas, que por desgracia siempre han sido minoritarias: los circuitos cortos [de consumo] y la producción local, el salario básico universal, las cooperativas, una globalización distinta, una nueva república. Este tiempo viral —que por el momento nos da tiempo de pensar, para tomar decisiones y actuar cuando llegue el momento adecuado— tiene el poder inaudito de abrirnos los ojos y de hacer la mente más receptiva. Tiene también el poder de darle legitimidad a ideas que ayer fueron objeto de burla, ridiculizadas, disueltas por los gases lacrimógenos y los garrotes.
¿Cómo explicar este giro inesperado en los valores, digno casi de un carnaval? Ha habido un vuelco total de los polos, que hoy fortalece y legitima lo que ayer no tenía ni voz ni fuerza. ¿Cómo explicarlo? Lo que sucede es lo siguiente. Por primera vez en su historia, la clase media blanca trabajadora vive en carne propia los dramas producidos por la globalización. A esta clase social se le puede esclavizar sin piedad, ya que ha sido formateada por el orden macroeconómico, y en tiempo normal, se beneficia además del ultraliberalismo. De Colón a Ghosn, el proyecto colonial ha sembrado la guerra, las violaciones, la esclavitud. Sus mutaciones ingeniosas, —porque la colonización del mundo requiere de un gran ingenio— se perciben como lejanas, y por ende muy abstractas. Un ejemplo que clarifica las cosas. Circula por estos días la noticia según la cual el confinamiento en la República Democrática del Congo podría generar una penuria de cobalto y coltán. Este país concentra el 80% de los recursos mundiales de ambos elementos. ¿Sin embargo, quién se preocupaba por la guerra étnica y civil que desangra al Congo desde 2001, y que ha causado 6 millones de muertos? Haciendo honor a la verdad, debemos decir que sin esta guerra, nuestros teléfonos celulares no costarían 500 € sino diez veces más.
El asombro es aún mayor por el hecho de que la clase media globalizada y por lo tanto desarrollada, está viviendo escenas dignas de ese Sur pestífero, caótico y olvidado, al que han bautizado de manera púdica y eufemística como países ‘‘en vía de desarrollo’’. Ahora entiende, por vivirlo en su cuerpo amenazado, que después de haber vivido el desarrollo, esta civilización ha tomado la vía del des-desarrollo. Una realidad que ha sido disimulada de manera hábil por los discursos arrogantes de una clase política en manos de los poderes del dinero: austeridad, rigor, crecimiento, productividad, y el alfabeto entero de un idioma destinado a provocar la destrucción masiva que ya conocemos.
El des-desarrollo se apoya sobre dos pilares: la asfixia financiera y la burocratización a ultranza. Vaciar de contenido todo lo que ha sido construido en materia de servicios públicos, garantizando menos para lucrarse más, y haciendo que cualquier trámite burocrático sea cada vez más complejo. Este naufragio fue deseado, aceptado y votado por mayoría por aquellos que hoy son víctimas de la carnicería en los hospitales. La creencia en la omnipotencia de la modernidad virtual hizo el resto del trabajo sucio. Nuestra civilización, como toda civilización, es madre de la misma barbarie que la perpetúa, y el virus mundial supo encontrar el freno de emergencia para detener el ritmo delirante de la globalización. Estas dos célebres paráfrasis de Walter Benjamin no deben confundirnos. Una vez que el tren se detenga, los pasajeros se van a bajar en estado de shock. ¿Y qué harán?

El día después
Los referentes dominantes se derrumban como un castillo de naipes. Es fascinante y un poco inquietante, porque el confinamiento puede dar a luz todos los escenarios posibles. El día después, el liberalismo, aunque carbonizado en su forma actual, tendrá la capacidad práctica de regenerarse; sabe hacerlo muy bien porque las crisis siempre lo ayudan. Esto lo demuestra de manera implacable Naomi Klein, en La doctrina del shock (2007). Va a tener graves tropiezos con la teoría de la catástrofe natural para hacer que la realidad del día después nos parezca aceptable.
El día después, esta toma de consciencia puede traducirse también en actos elementales, como el rechazo puro a retomar la vida de antes, y la genuina voluntad colectiva de traducir esta nueva consciencia a una política de lo real. Una que no sea la del dinero, que ha negado lo real, el bien común, la vida misma, llegando incluso a la prohibición sacrílega de acompañar a nuestros seres queridos agonizantes y de enterrar a nuestros muertos. En ese caso, el día después ya no será la misma República, y podemos estar seguros de que esas innumerables Antígonas sabrán sacar sus propias conclusiones. Si esta catástrofe no es natural, sino producida por el hombre, por hombres, entonces tendremos que exigirles una rendición de cuentas. Ir mucho más allá, aislarlos, confinarlos, el tiempo que sea necesario, para que no puedan propagar la muerte en nombre de la Cultura y la Civilización, en nombre nuestro. Nos haremos muy rápido la pregunta crucial de cómo será gobernado el mundo del mañana, y por quién.
Aquí en Colombia, en mi vida suspendida, el confinamiento provocó un retorno a la escritura. Un poco antes de la cuarentena, mi editor me encargó un ensayo sobre las relaciones de Walter Benjamin con el teatro, una idea que no se me había ocurrido antes. La palabra cuarentena es sinónimo de una disciplina rigurosa e inteligente, que proviene quizás de la experiencia de 50 años de conflicto armado. Estoy entonces leyéndolo de nuevo, haciendo una distinción en sus textos entre el Benjamin lector de teatro, el Benjamin espectador asiduo, el Benjamin crítico teatral y el Benjamin compañero de ruta de grandes artistas, como Brecht o Piscator, pero sobre todo de la luminosa Asja Lacis. Esta artista militante dedicó su vida a los niños de las calles, huérfanos de guerra, a los que devolvía humanidad y dignidad través del teatro. Es hora de darle el valor que se merece y de reparar la injusticia de haber sido borrada de la Historia oficial, escrita por hombres que la detestaban.
El alcalde decretó el cierre total del pueblo rodeándolo de alambre de púas
El confinamiento me da la fortaleza de volver a mi vida pasada y de intentar narrarla, inclusive con mis propios demonios. Aquí no pude traer sino una pequeña parte de mi biblioteca, pero estoy aprendiendo que todo lo que me rodea, los árboles, las flores, los pájaros, las abejas y las mariposas son libros que esperan ser abiertos. Escribo entonces como he escrito siempre, en el aislamiento de la Pachamama —la Madre Tierra para los pueblos indígenas de América—. La diferencia trascendental es que mi amor no vendrá, no podrá venir, no antes de mucho tiempo. Me acabo de enterar de que el alcalde decretó desde el viernes el cierre total porque un enfermo atravesó el pueblo en carro para ir al hospital más cercano; las carreteras están invadidas de bloques de cemento y de alambre de púas que se extienden hasta las montañas.
Una última cosa sobre mis libros, que se quedaron por miles hibernando en las Ardenas belgas, y que se han convertido en una compañía imaginaria. Cuando pueda traerlos, les construiré otra casa en adobe en medio de los olivos, que será también un refugio para escritores, o simplemente para aquellos que deseen buscar ese tiempo tan precioso que nos usurparon durante tanto tiempo. La creación de nuevas formas de hospitalidad —con mucho gusto, como decimos aquí.
