EL MUNDO ES PARTE DE LA CHINA Y NO AL REVÉS: APUNTES PARA UNA EXPOSICIÓN
«Quisiera ir a la China para orientarme un poco».
Blas de Otero
En la primavera de 1983 hice un viaje a China, cuando el gigante estaba apenas despertando y el terremoto de Popayán todavía no había ocurrido, con el raro privilegio de estar allí con la triple condición de invitado político, artístico y técnico, lo cual me dio la posibilidad de mirar un poco más allá de las fachadas, la vida y la cultura del país. Enmarco y resumo algunos de los que los brasileños llamarían dicas y que en los computadores aparecen como tips para viajeros candorosos, dispuestos al asombro de una experiencia única. En realidad, deben considerarse sólo como apuntes para una exposición.
Hay experiencias imposibles de transmitir fiel y cabalmente. Ni la escala, ni el idioma, ni la cultura, ni siquiera los gestos, nada siento que en el caso de China pueda dar una idea de la realidad. Parafraseando a Alessandro Baricco en su novela Océano mar, de la vivencia de China lo más claro que puedo decir es que «Es una cosa grande».
Viajé dentro de la gira de un grupo de teatro de una clara confesión maoista -por lo cual lo invitaron- y que como tarea montó una obra musical, Los andariegos, de Jairo Aníbal Niño, y un programa doble cuya primera parte consistía en una muestra de danzas colombianas ejecutadas por los mismos actores y coreografiadas por Álvaro Camacho, y cuya segunda parte era un concierto de salsa con el Son del Pueblo. Aparte de actuar y de bailar, fui asignado como jefe técnico, encargado de coordinar el montaje y la iluminación de los espectáculos. Esto me permitió tener una que otra ventaja libertaria dentro de las estrictas pautas de turismo exclusivamente estatal que el gobierno chino promovía por entonces con gran éxito. De hecho viajamos en un Jumbo 747, de Pan Am, Los Ángeles-Tokio-Beijing, repleto de turistas gringos con T-shirts negras que en letras amarillas decían «Nasty»; al menos 250, según pude calcular días más tarde en la Ciudad Prohibida. Los minuciosos funcionarios chinos no olvidaron preparar una atractiva agenda cultural para nuestro grupo. De modo que además de mi triple condición, pude disfrutar de una cuarta, ésta, la de los nasty: la de turista.

Lo que más me impresionó fue la escritura. La escritura mediante ideogramas. De la representación gráfica de un concepto, un trazo de un hombrecito con las piernas y los brazos abiertos [大] como el hombre de Vetrubio que propusiera Leonardo da Vinci siglos más tarde de la invención de la escritura como modelo de proporciones armónicas, por ejemplo, surge, rodeado también por un círculo pero que en este caso representa el mundo, el carácter «China»[中国]; China es el centro del mundo. Ya lo había experimentado Marco Polo cuando tomó posesión de la China en nombre de la Serenísima República Independiente de Venecia y el emperador le mandó la cuenta a la Serenísima por sus siglos de impuestos pendientes. Por eso un chino -como concepto- no se siente extranjero en ninguna parte del mundo, ya que el mundo es parte de la China y no al revés. No me extraña que el siglo que representa China sea la expresión más simple del ego del gigante que estaba despertando.
La escritura es, además, un ejercicio pictórico. Los caracteres de la escritura dibujados con tinta y pincel son el primer ejercicio de expresión, después del habla; éste es definitivo, especialmente para los pintores y, desde luego, para los calígrafos. Y como cada ideograma tiene un significado y representa un concepto, tiene también su etimología, su contenido y su historia. Escribir es, pues, un acto simultáneo de belleza y de sabiduría. Un poema chino tiene un diseño sólido -como la medida, los acentos y la rima del soneto entre nosotros-, pero visual. Con un componente adicional que me pareció maravilloso. Nuestro viaje de más de 1.200 kilómetros desde Beijing y Jinan, cruzando el Huang-He, el río Amarillo, hasta Nankín, la antigua capital imperial [del sur], luego la ciudad universitaria y tecnológica de Hefei, y finalizando en la descomunal Shanghái, al lado de la bocas del Yangtsé, el río Azul, de norte a sur por el centro de la zona poblada del este, que es relativamente pequeña en relación con la superficie de más de tres millones y medio de kilómetros cuadrados y a los por entonces 1.200 millones de habitantes, quienes hablan más de cincuenta y pico de dialectos, entendiendo por dialecto el hablar que ya no se comprende de una provincia a otra. Son lenguas distintas que se escriben o, mejor, se dibujan igual. Un poema es como un mapa en el cual los trazos son convencionales. Pero cada región es diferente. Y un chino entiende y aprecia los caracteres de un poema. Aunque en cada dialecto se pronuncie distinto, «significa» lo mismo. Un elemento importante de la belleza de un poema es su forma visual.

El aprendizaje por medio de la escritura es primordialmente acumulativo, como la ciencia. A medida que se va aprendiendo a dibujar caracteres, se van acumulando conceptos. No es posible dibujar un carácter si no se conoce el concepto que expresa. Por eso la sabiduría se mide por la cantidad de caracteres que una persona pueda escribir o manejar. Nosotros, con las letras del alfabeto, tenemos la posibilidad de escribir palabras cuyo significado no conocemos. Hay muchas cosas de las cuales podemos escribir el nombre, pero no sabemos con exactitud a qué corresponde. Para nuestro espectáculo llevábamos unos tubos fluorescentes de luz violeta que en aquel tiempo se denominaban en las discotecas «luz negra», que solamente los técnicos de Shanghái que habían viajado al extranjero conocían, pero no así los de Beijing. Al contraponer los caracteres «luz» y «oscuridad», se creó una enorme confusión por la contradicción semántica; el intérprete lo declaró francamente explicándome sobre un papelito en el que había dibujado los dos caracteres contrapuestos: «Luz negra no existe». En efecto, las interrelaciones de los caracteres hacían que estos se anularan entre sí. Las propiedades de conmutatividad y transitividad funcionaban también para la lógica de la escritura. La única prueba que aceptaron, pues la discusión resultó estéril, fue cuando después de desmontar una lámpara fluorescente del hotel e instalarla en el escenario, el ejército de asistente de luz y tramoya empezó a mirarse en la oscuridad los diente refulgentes y brillantes, como si flotaran en la nada. Y comenzaron a reírse a carcajadas. El intérprete se me acercó y me dijo, con tono contrito: «El carácter “luz negra” es el que no existe, porque no lo conocíamos». Y mientras lo decía me miró los dientes sonrientes y también soltó la carcajada. Después me contó que había reportado el caso a un departamento estatal de lingüística que se encarga de estudiar nuevos caracteres. En todo caso, al final de la gira dejamos un tubo de luz negra de regalo. Por si acaso.
La ópera de Beijing es una escuela que se encuentra en todo el país. Aun en algunas ciudades pequeñas hay «ópera de Beijing». Cuando recibí las instrucciones para la representación de nuestra obra, no tenía la menor idea de cómo iba a entender el público una obra de teatro cantada y hablada en español; sin embargo, el traductor aclaró que eso no tenía problema y mencionó que íbamos a trabajar con el «mismo sistema» que se usaba en la ópera. Con un proyector de diapositivas sencillo, se proyectaban en un lateral del teatro los caracteres dibujados, con el texto de la obra. Digamos que unos subtítulos como los del cine, pero verticales. Pregunté para qué lo hacían en la ópera y obtuve dos explicaciones: la primera es que el público estaba compuesto también por representantes de minorías, que no entendían el texto hablado o cantado pero sí el texto escrito. La otra, que me sorprendió, es que en muchos casos el público local tampoco entiende, ya la «letra» de muchos pasajes o ya parte de las palabras, por las dificultades para articular el canto del sistema pentatónico y además porque muchos de los textos de la ópera tradicional no están en chino. Y mencionaron casos de óperas que están escritas originalmente en sánscrito y latín, o que incluyen palabras en estas lenguas. Si bien la ópera es un género relativamente moderno, pues surgió a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, utilizó historias mucho más antiguas que dejó en su idioma original. De modo que el público estaba acostumbrado a oír espectáculos en lenguas que le eran extrañas. Y a leer los subtítulos, tal como lo comprobé en la función que presencié en la capital. Las cabezas del público chino se alternaban entre mirar de frente al escenario y hacia la izquierda, donde aparecían los subtítulos, como viendo un partido lento de ping-pong. Un detalle que me llamó la atención y que no puedo dejar de mencionar es que la gente fumaba libremente y escupía en todo Beijing, incluso en la platea del teatro de la ópera.

La Ópera de Beijing, una de las cerca de 300 escuelas o estilos de ópera que existen en China y sin duda la más conocida, es una combinación de danza, canto y artes marciales con acompañamiento musical en vivo, que exige un endemoniado entrenamiento que empieza desde la infancia, tal como aparece en la película Adiós a mi concubina. Dirigida por Chen Kaige, basada en la novela de Lilian Lee y con guión de ella misma, en colaboración con el guionista Li Wei, la película se filmó en 1993, diez años después de mi visita. Esta escuela, de dura y prolongada disciplina, forma artistas de unas dimensiones extraordinarias de expresión y habilidad.
En los años veinte y treinta, el nombre del actor Mei Langfang era admirado por críticos y profanos en sus papeles femeninos y adquirió celebridad mundial. Quienes lo vieron y dieron testimonio afirman que a través de sus delicados, refinados y bien controlados movimientos transmitía con insospechada profundidad y vitalidad los sentimientos femeninos, con una elegancia y grandeza que sobrepasaban el asombro.

Hablando de Mei Langfang, en un encuentro con un elenco de la Ópera de Beijing de otra ciudad pude oír de viva voz -traductor mediante, por supuesto- un testimonio que revela la enorme diferencia entre nuestra mentalidad y la del artista chino. En la obra que vimos, una representación de un héroe que salva a una aldea de la amenaza de una fiera, una historia muy sencilla pero ejecutada con una asombrosa destreza en la cual aparecía un personaje enano, o mejor, un ser bajito, como prefería mi amigo Guri-Guri [personaje de la telenovela Calamar] que le dijera, el actor, de estatura normal, se amarraba los pies con una cuerda de una manera particular y, en una limitación extrema -el amarre era cubierto con el faldón que constituía su vestuario-, se movía con una enorme naturalidad y ejecutaba pasos de danza y combate casi inverosímiles. Él nos contó que ese era el único papel que representaría en su vida. Y su principal estímulo era la búsqueda de la perfección. Nada más.
Durante la revolución cultural, la Universidad de Beijing fue cerrada varios años. Al revisar las carreras que se interrumpieron, no figura arquitectura. Ya un arquitecto colombiano me había advertido de este punto. Cuando llegamos a Beijing, una ciudad gris-parda que parecía estar cubierta de un polvo perenne, resultaba deslumbrante la arquitectura monumental antigua, pero no así su parte moderna, dominada por los edificios de clara e inhóspita des-inspiración de la última arquitectura soviética; tal cual era nuestro «moderno» hotel, que parecía desapacible desde su estreno y rodeado de barrios con viviendas de apabullante simplicidad. Las necesidades y características de la casa china ya estaban resueltas, los monumentos se hacían por maestros constructores con patrones tradicionales o con modelos y planos rusos. Entonces, ¿para qué la carrera de arquitecto? Con el programa de promoción del turismo, decidieron hacer un hotel en un lugar que adoran los pequineses (hoy, «¿beijineses?»): la «colina perfumada», una montaña sembrada de jengibres y de otros árboles y aromas. Para esto repatriaron ni más ni menos que al arquitecto cantonés, nacionalizado estadounidense, Leoh Ming Pei, quien seis años más tarde construiría la pirámide del Louvre en Paris. Al ver las imágenes de la China de hoy, es claro que la arquitectura del gigante se despertó y de una se puso de pie, pues los bosques de rascacielos en las grandes ciudades y la belleza de sus construcciones en general son de una elegancia tan importante, que ha transformado totalmente el paisaje urbano.
Estuvimos en dos monumentos funerarios y en la parte abierta al público de la Ciudad Prohibida, en las inmediaciones de la plaza mayor, la no siempre bien recordada pero sí bien conocida Tiananmen. En China no se usa la llamada proporción áurea, que se aplica con tanta frecuencia y asiduidad en Occidente y que permite al ojo tener al rompe una idea de los tamaños y sus relaciones. En China puede ocurrir que nada es lo que parece. Y esto desconcierta en no poca medida. Es curioso que los efectos ópticos produzcan percepciones equívocas. En el Templo del Cielo, por ejemplo, si uno se para debajo de la cúpula, en el interior, tiene la sensación de estar bajo un enorme firmamento, ni más ni menos; si lo compara en alturas, es una cúpula de tamaño corriente, si esto quiere decir algo. Y al contrario, la plaza de Tiananmen es mucho más grande de lo que parece. Es enorme. Los adultos elevan cometas multicolores de dimensiones heroicas, que se ven pequeñitas en el espacio gigantesco de la plaza (a propósito, en la famosa imagen del joven que se enfrenta a un tanque de guerra, nunca se ve la plaza; mis amigos locales me contaron que la tristemente célebre matanza de Tiananmen no fue en la plaza sino en las calles de acceso; lo único que reconocí en las imágenes fue, justamente, algunos ángulos de la avenida Changan, que es, perdón, como nuestra carrera séptima. Esa famosa escena del David contra el gigante fue captada por el camarógrafo de Televisión Española, agencia noticiosa que en la época dirigía nuestro compatriota Juan Restrepo).

La Ciudad Prohibida es un conjunto arquitectónico hecho en múltiplos de nueve. Cuenta con 9.999 recintos, y cada patio, puente o terraza tiene diferencias de nueve escalones. Esta ciudadela fue palacio imperial de las últimas dos dinastías y la sede principal del gobierno desde 1949. El múltiplo nueve podría parecer una clave cabalística o numerológica, o quizás ocultar un enorme secreto, pero no es así. La explicación «del guía» fue muy elemental: el emperador era hijo del cielo y no podía poner los pies en la Tierra, de modo que una escalera de más de nueve gradas daba el ángulo máximo al que podía inclinarse el trono móvil, pues de lo contrario el emperador podría rodarse. A partir de esa condición, se construyó el palacio más grande del mundo. China no puede ser un país. Todo lo tiene de imperio. Digo yo. Las imágenes de la Ciudad Prohibida fueron magistralmente fotografiadas por Vittorio Storaro para la película El último emperador, de Bernardo Bertolucci, basada en la autobiografía, efectivamente, del último emperador, Puyi; la cinta se estrenaría en 1987, cuatro años después de mi visita. Dos décadas antes, de 1959 a 1963, el emperador trabajó en el Jardín Botánico de Beijing.
Es casi obligatorio tomar la sinuosa carretera de 70 kilómetros para visitar Badaling, en la Gran Muralla, una de las maravillas del mundo. Esta defensa militar, a decir de Borges «casi infinita», es la única construcción humana que puede verse desde el espacio exterior, y de hecho cosmonautas circunviajantes la han fotografiado. Si bien la parte reconstruida donde estuvo el presidente Nixon data de la penúltima dinastía, los Ming, en el debate acerca del culto a la personalidad se le restó importancia, hasta el punto de aparecer apenas en la información turística sobre la Muralla el nombre del emperador She Huang-ti, escrito también Qin Shi Huangdi, su artífice. En la historia, en resumidas cuentas este rey de Qin trabajó para el futuro, reduciendo bajo su acción a los Seis Reines y ejecutando el primer y más radical intento de borrar el sistema feudal en su propio meollo: quemó todos los libros que «la oposición invocaba para alabar a los emperadores anteriores» , así como los manuscritos de Confucio y otros libros sagrados. Su manera de aniquilar a la oposición fue imponer, por eliminación, la idea de que la historia empezaba con él. No nos extrañe el tema adánico. Pero también, como todo gobernante que cumple su deber, inició esta obra que uno no puede creer. Quizá desde el espacio no se vea el viejo camello peludo que, como los caballitos pintos disecados de nuestros parques, posa para que los turistas se trepen en su doble joroba y se tomen la foto de rigor. El camello peludo, funcionario público, cambiaba por cansancio su peso de una pata trasera a la otra. Como una modelo. O como alguien que aquí hace una cola casi socialista para pagar un impuesto nacional, un servicio privatizado o una diligencia bancaria.
Una de las muchas obras de gobierno de Qin Shi Huangdi es su gran monumento funerario, que en 1983 todavía no estaba abierto en su totalidad puesto que se hallaba en etapa de excavaciones desde mediados de los años setenta. En realidad es un palacio subterráneo y oculto, en cuya construcción dicen que trabajaron durante 34 años cerca de 700 mil hombres. Y es una réplica a escala de todo el reino Qin, con ciudades a escala, techos decorados con joyas, la tumba del emperador con sus concubinas y los 7.000 guerreros de tamaño natural en terracota que llenarían de pasmo al mundo años después, cuando algunos de ellos recorrieron los principales museos.

La historia insoslayable de la Gran Muralla es que cuando Richard Nixon visitó a la China, como el primer presidente estadounidense en hacerlo (no había sido hace mucho, pero tampoco habían ocurrido los episodios de Watergate con su obligada y patética resignación, en el sentido más nuestro de la palabra), había caído una fuerte tormenta de nueve, y el excitante punto culminante de la agenda se puso en duda. Mao lo propuso como un desafío -y le explicó a Nixon que era una gran oportunidad para mostrarle la capacidad del pueblo como tal- y toda la noche, los ciudadanos de Pekín (era Pekín entonces, recordémoslo) prendieron fuegos y dieron pica. Estaban dando pica y con las hogueras encendidas para derretir la nieve todavía cuando los dos jefes del mundo pasaron. La carretera (que guardé en mi libreta como referencia con la nota «es como ir dos veces a Choachí») estaba no sólo cómodamente transitable sino bordeada de una multitud que sonreía y saludaba el paso de la comitiva agitando banderas de los dos países. Mao le hizo una demostración viva no sólo de para qué sirve el poder sino del vigoroso y abnegado espíritu colectivo del pueblo chino. La Muralla, llamada también «el gran muro de los diez mil li», se construyó a lo largo de unos 1.500 años y tres dinastías, a partir del año 221 antes de nuestra era. Hay un proverbio chino que dice «Un viaje de 10.000 li comienza con un paso» .
Un compañero de viaje señalaba, exagerado un poco, claro está, que en contraste con sus enormes inquietudes políticas, científicas, culturales y sus altas controversias ideológicas, los únicos intereses materiales perceptibles en esa Primavera del 83 que tenía el pueblo chino eran su bicicleta y la comida. En el vestir, todos llevaban su vestido gris azuloso o sus zapatillas negras de suela de tela. Su concepto de hábitat estaba resuelto: todos trabajaban para el Estado. Su relación de familia se encontraba normatizada y era aceptada. Bebían relativamente poco. Pero la comida sí es su pasión. Y es comprensible. La gastronomía china es, aparte de una tradición milenaria, un culto individual, un arte. Desde los banquetes palaciegos de la capital, que incluyen hasta las cepas del té que se cultivan y se conservan en el jardín desde hace siglos y que se reservan para homenajear a invitados especiales, hasta un plato local exquisito, de remota tradición, compleja elaboración o que tuvo una historia significativa para su región, ofrecido en el poblado más insignificante. En todo caso, una delicia.
Por una invitación oficial del viceministro de educación chino, probamos el famoso pato laqueado de Beijing. Cuentan que en una de las tantas conquistas, ires y venires, un emperador que tomó victorioso a Beijing conservó al cocinero del emperador derrotado, que tenía fama de ser un gran artista, con la condición de que creara un nuevo plato imperial antes de tres años si quería conservar la vida. El cocinero, que ya había creado la lista interminable de platos que ofrecía en palacio, se vio en un aprieto. Intentó miles de variables pero no lograba dar con un plato verdaderamente nuevo. Desolado, el primer año salió un día a caminar, rumiando su triste destino, bajo la estrecha vigilancia de algunos guardias del palacio que no se le despintaban y se sentó a meditar mirando el cielo. De pronto vio una bandada de enormes patos migratorios que volaban hacia el sur en busca de calor. El cocinero imperial notó con desaliento que en la desolada pradera que rodeaba la ciudad no había atractivo alguno para que los patos hicieran al menos una escala técnica en su viaje. Intentó poner distintos tipos de atractivos alimenticios, pero pronto se acabó la ola migratoria y los patos ni miraron sus señuelos. Preparó todo el segundo año una nueva trampa con otro menú para patos extranjeros, y cuando empezó el frío del invierno norte, lo intentó toda la temporada, pero los patos pasaron otra vez de largo. Al tercer año, el último, puso a trabajar a sus guardias y preparó un depósito de agua dulce cerca de unos árboles, agregó granos y sal y esperaron agazapados con paciencia. Un buen día, algunos patos cedieron a la tentación y bajaron por primera vez a la llanura pequinesa. Según cuenta la historia, lo que les fascinó no fue ninguno de los manjares para aves que les había puesto el cocinero, sino unas hierbas silvestres que crecían alrededor de aquellos árboles aledaños al abrevadero. El cocinero y sus guardias se abalanzaron sobre los patos e inmovilizaron a varios de ellos con no pocos trabajos, pues son enormes. El cocinero preparó por primera vez el delicioso manjar y con ellos salvó el pellejo. El emperador quedó más que encantado y lo instauró como plato estrella de la corte.
El cocinero tuvo que resolver entonce el problema de criar los patos. Pero resulta que esta especie es la de un pato libertario que no se reproduce en cautiverio. Pasaron varios años antes de que lograra ingeniarse un estilo especial de crianza, basado en una rigurosa dieta: apenas el patito sale del huevo, es alimentado con una hierba dietética que le rebaja la grasa de sus plumas y que al patito no le gusta para nada, de modo que lo tienen que alimentar a pico. El patito, que se cree libre, al lanzarse al estanque del criadero, se hunde. Por eso los estanques son pandos. Y los patos caminan. Cuando su instinto en una siguiente etapa lo va a incitar a volar, ya le han embutido un alimento alto en contenido graso que el organismo del animal asimila muy rápidamente, de modo que cuando va a intentar su primer vuelo el gordo no logra despegar. Pero se sigue creyendo libre. Y cuando ya sabe que nada pero en realidad camina, y ante la imposibilidad de volarse a pie, el animal acepta alimentarse como cautivo privilegiado con las hierbas aromáticas que le darán su delicioso sabor en la mesa. Esta historia, en una versión más o menos detallada, la cuentan en los restaurantes Donglaishun y Fangshang, que tienen alrededor de siglo y medio de tradición y donde asan el pato con la madera de un árbol especial que le da el toque final. Por la especie -que no es originaria de Beijing-, por el peculiar estilo de crianza y por el tipo de madera con que lo asan, considero que es muy difícil degustar el pato laqueado de Beijing en otro lugar del mundo que no se allí. Así lo ofrezcan en todas partes. Por si acaso, el restaurante Fangshang queda en el parque Beihai, distrito Xicheng, y hasta anoto el teléfono: 64042573. Repito, por si acaso. ¿Qué tal?