LA FIESTA DE LAS PALOMAS
Desde la media noche, grandes masas de obreros y estudiantes marchaban por las calles elevando sus coros como si toda la población se movilizara para un combate. Las canciones ascendían a lo alto, brotaban de todas partes, se arremolinaban en las plazas y bullían en las calles. Eran himnos de alegría entonados con ese dulce acento de la lengua china y cuyo ritmo monótono parecía marcarlo el palpitar de sus corazones. Me asomé a la ventana del hotel y por mucho tiempo estuve contemplando el paso del pueblo a la luz de la luna. El tránsito se prolongó todo el resto de la noche. De vez en cuando se silenciaban los cantos y entonces el rumor de los pasos se elevaba como otro himno de firmeza y aliento de la Nueva China.
Desde la media noche, grandes masas de obreros y estudiantes marchaban por las calles elevando sus coros como si toda la población se movilizara para un combate. Las canciones ascendían a lo alto, brotaban de todas partes, se arremolinaban en las plazas y bullían en las calles. Eran himnos de alegría entonados con ese dulce acento de la lengua china y cuyo ritmo monótono parecía marcarlo el palpitar de sus corazones. Me asomé a la ventana del hotel y por mucho tiempo estuve contemplando el paso del pueblo a la luz de la luna. El tránsito se prolongó todo el resto de la noche. De vez en cuando se silenciaban los cantos y entonces el rumor de los pasos se elevaba como otro himno de firmeza y aliento de la Nueva China.
El sol brilló en la mañana de aquel primero de octubre de 1952, en que el pueblo chino celebraba el tercer aniversario de la fundación de la República Popular. Las gradas del palacio de la Puerta de la Paz Celestial, en la Plaza Roja, estaban colmadas por los Delegados a la Conferencia y cientos de funcionarios públicos. Gigantescos faroles de papel rojo y festones de variados colores adornaban la vieja arquitectura del palacio de los antiguos emperadores y frente a él, como un bosque nutrido, millares de banderas ornamentales flameaban como un incendio. Cuando el Presidente Mao-Tse-Tung y su Gabinete aparecieron en el Presidium, el clamor de los niños estremeció la clara mañana. Con este júbilo comenzaron a moverse las legiones del Ejército de Liberación, embanderadas con los pabellones verdes que constituían el emblema de la Conferencia de Paz del Asia y del Pacífico. Levantadas las frentes y armoniosos los gestos, no sólo eran los liberadores de la China, ayer oprimida, sino los guardianes de la paz en el Oriente. Sus armas no se habían manchado con el ataque a los pueblos vecinos, sino a la defensiva con la sangre de quienes intentaban oprimirlos.

Las brigadas de mujeres paracaidistas arrancaron un estruendoso aplauso; tras de ellas desfiló la caballería de potros mongoles con sus cuerpos menudos, esquivos con el retumbar de los carros blindados y la batería antiaérea. Los cientos de tambores y clarinetes que marcaban sus pasos recogían el eco de los millares de corazones que aclamaban al imponente ejército que varios años antes había conquistado la victoria sobre los traidores y extranjeros con las armas arrebatadas a los invasores japoneses.
Los trabajadores íntimamente ligados a su vanguardia armada, formando un solo ejército, aparecieron en apretadas filas de treinta pechos por frente. Un solo grito se elevó de aquella compacta muchedumbre; era el nombre de Mao-Tse-Tung que los aunaba, que había logrado fundirlos en la inquebrantable voluntad de convertir a su pueblo en una patria socialista de paz. Y con ese nombre en los labios, cientos de miles de muchachos soltaron una nutrida bandada de palomas que opacaron por un instante el sol mientras batían sus alas sobre nuestras cabezas.
En los detalles más sencillos como en las demostraciones más ostentosas, los manifestantes expresaban su amor al trabajo, a la paz y a la libertad de los pueblos. El orden de aquel río humano, a pesar de su convulsiva agitación, maravillaba al no desbordarse un solo paso más allá de los límites trazados con franjas blancas en el suelo. No se hacían necesarios cordones de policías para ordenar a este pueblo consciente de sus pasos. Elevaban sobre los hombros los retratos de Marx y Engels, de Lenin y Stalin, de Mao-Tse-Tung y Chu-Teh, como de todos aquellos destacados luchadores del internacionalismo proletario: Dolores Ibárruri y Pablo Neruda, Ho Chi- Ning y Joliot Curie, el heroísmo, la poesía, el trabajo y la ciencia.
Detrás de una monumental alegoría del mundo protegido por la paloma de la paz, siguieron los frutos del trabajo pacífico: gigantescos microscopios, inmensas sandías, libros enormes y estatuas de bronce, expresiones todas del pueblo que supo liberarse del opio y la corrupción.
La impresión tremenda de la muchedumbre había sobrepasado todo concepto del número y la emoción. Cinco horas del tumultuoso desfilar de 800.000 manifestantes nos dieron el cuadro más nutrido que pudiera imaginarse de una concentración de seres humanos. No bien cruzaron las últimas masas delirantes bajo el propio eco de sus canciones, cuando millares de niños irrumpieron con indescriptible júbilo en la ancha plaza congregándose frente al Presidium y por unos minutos con sus manos y sonrisas corearon como una canción de primavera, el nombre de Mao-Tse-Tung.
En la noche de ese día nuevamente cientos de miles de personas invadieron la amplia Plaza Roja. Desde más allá de donde alcanzaba la vista, el pueblo, entrelazadas manos y almas, danzaba a los acordes de sus músicas populares. Toda la variada gama de danzas folklóricas desde los pueblos nórdicos de China, hasta los bailes tibetanos. Y sobre ellos, como un sol protector de la antigua civilización nacida allí, el fuego maravilloso de la pólvora estallaba en guirnaldas en el hondo y claro cielo.

Los delegados a la Conferencia de Paz no pudimos contemplar a la distancia aquel espectáculo y entrelazados en una cadena que cantaba canciones en muchos idiomas, nos introdujimos en el corazón de la multitud. Con el regocijo de siempre, los jóvenes chinos batieron sus manos y se arrojaron a nuestros brazos.
Al calor de sus canciones y de sus danzas fuimos trenzando nuestros propios bailes. Después las muchachas nos enseñaron ritmos y siguiendo sus movimientos y canciones, pudimos ligarnos a los bailes que expresaban el sentimiento del pueblo liberado.
Nosotros sabíamos que los jóvenes jubilosos en esa noche memorable estaban tan asombrados como nosotros mismos de su propia felicidad que no habían conocido bajo el gobierno de los mandarines y terratenientes, porque con la miseria y la incertidumbre del mañana les había sido imposible entonces la risa y el baile.