PACHAMAMA, ANTÍGONA Y EL MUNDO DEL MAÑANA
Traducción de Mariana Virginia Arias Llano
Desde hace algunos días, se ha vuelto recurrente el tema del colapso inminente del sistema capitalista, y se escriben numerosos textos que postulan la desaparición del neoliberalismo y de su monstruosa creación: la globalización, como devenir del flujo de mercancías de todo lo que hoy existe. Lo incuestionable es la visibilidad de sus estragos depredadores, y además ante los ojos del mundo entero. La llegada de la onda pandémica —en realidad predecible en gran medida en un mundo que ha elevado lo viral al rango de excelencia—, nos ha revelado algo de repente: la muerte, el veneno, los desechos y la devastación por doquier son algo intrínseco a nuestro mundo de crecimiento y de ‘‘desarrollo’’.
Solo que hasta hoy, la muerte y el veneno permanecían circunscritos a zonas del mundo que en Occidente nos permitían hacer como si no existieran, y peor aún, como si no merecieran siquiera nuestra atención. Pese a una sacudida ecologista universal desde hace algunos años, resultó ser que todo el mundo piensa como Bolsonaro: la Amazonía, el pulmón del mundo, está en Brasil, por ende ustedes no tienen ningún derecho de decirnos qué hacer. El argumento de la injerencia funcionó de manera contundente, y cada quien continuó en lo suyo. El Amazonas no es asunto nuestro.

Hay un lugar de Colombia que encarna a la perfección los desafíos mundiales recientes. Queda en la costa Caribe, cerca de Santa Marta, una de las primeras colonias españolas fundada en 1525. Al este de la ciudad se extiende una costa idílica, con playas que parecen postales porque las fotos fueron inclusive tomadas aquí. Las más conocidas quedan en el Parque Natural Tayrona, administrado de manera inteligente por las comunidades indígenas[1], que no tienen ningún inconveniente en cerrar el parque durante seis semanas en enero, para llevar a cabo rituales de purificación, física y espiritual, lo cual contrasta de manera abismal con lo siguiente. Del otro lado de Santa Marta, en medio del desorden permanente, yace una obra negra donde fueron construidas varias torres en tres meses —podría tratarse de lavado de dinero muy eficaz—, aquí llegamos a una costa abandonada por completo, a lo largo de la cual se percibe la línea infinita, no del horizonte, sino de los petroleros que perforan y extraen el carbón submarino día y noche en nombre de una multinacional que cosecha ganancias colosales, en el desprecio absoluto de la cuenca marina de los alrededores.
En 2012, seiscientas toneladas de carbón fueron arrojadas al mar, haciendo caso omiso de las leyes y del mágico entorno de la costa colombiana[2]. Estamos muy lejos de la playa de arena fina; la costa es lúgubre, gris y sucia, impregnada de carbón, lugar de pesca informal, deshabitado y peligroso, refugio de gente huraña que hace imperar la ley del más fuerte.

Con la onda viral que sumergió al mundo, surge de manera intempestiva una consciencia nueva: ahora es imposible no darse cuenta de que ese mundo cuyos pilares son el desarrollo y el progreso, fue en realidad construido sobre la destrucción de cuerpos y el sacrificio de tierras. Todo está sucediendo como si, por cuenta de un tsunami absurdo e impredecible, toda la suciedad inmunda, toda la podredumbre tóxica de Pozos Colorados se hubiera diseminado del otro lado de Santa Marta sobre los cuerpos rollizos y brillantes de los gringos venidos de distintas partes del mundo, destruyendo para siempre el sueño de aguas cristalinas y de arena blanca. Como si la tierra —la Pachamama de los indígenas—, no pudiendo soportar más estas violaciones y humillaciones guiadas por la sed delirante de lucro, hubiera decidido ponerle punto final a la impunidad de estos grupos criminales, que tienen poca o ninguna diferencia con los piratas y mercenarios que infestaban este mar desde antes de la llegada de Colón. Este mar cuyo horizonte, siendo tan puro, solo ha traído catástrofes. En el espacio se observa el mismo fenómeno: miles de satélites que ahora son desechos galácticos, tienen una probabilidad cada vez más alta de chocarse con astronaves funcionales. En este caso también la catástrofe se devuelve contra los que la produjeron.
Ahora que está cubierto por completo, empapado de los venenos mortales que ha producido, el mundo está detenido, y su fuerza motriz, occidental, por fin entiende todo. El mundo occidental ve ahora la realidad exacta del terrorífico sistema que ha ayudado a poner en marcha: la mano de obra, eficaz porque es esclava, es asiática, y los recursos saqueados están en el sur, en todos los continentes colonizados. En cuanto al cerebro de obra, la clase media globalizada creada a imagen y semejanza del modelo del hombre blanco civilizado y civilizador, ni pobre ni rico, solo disponible —tiempo y neuronas—, para alimentar con sus ‘‘servicios’’ ese otro mundo, el mundo descarnado casi virtual pero muy real de las finanzas, el mundo de las oligarquías mafiosas, junto con el mundo digital —al que le hemos entregado nuestras vidas, cuyos datos valen más que el curso del petróleo—, es el mejor aliado del sistema para neutralizar e hipnotizar las almas humanas, una por una.
En Francia y en Europa, esto se traduce por una sacudida violenta, una bofetada inimaginable recibida por aquellos que han hecho perdurar la social-democracia europea creyendo en sus virtudes humanistas: vincularse al mundo del libre mercado y de las finanzas a través del pacto diabólico con la Unión Europea, a fin de ahorrarse algunos dividendos. Y esto teniendo como intermediario a lo que llamaron, haciendo gala de una gran ironía, el derrame de las riquezas. Hoy todos esos socio-demócratas saben que votaron por un mundo en el que no cuentan, confiando en Estados (incluidas las versiones más sociales de gobierno) cuyo carácter público dejó de existir, ya que se vendió al mundo sin cara de las finanzas. Creían que esos Estados tan desarrollados, tan racionales, tan bien programados, estarían ahí para cuidarlos en caso de crisis; le llamaban Estado del bienestar. Y descubren consternados que se trató de un espejismo, que nada funciona, que los hospitales están saturados, que el sistema de salud ha sido completamente destrozado. Se percatan de que Francia ya no tiene stocks porque todo se produce en otras latitudes, por ejemplo en Oriente, con una producción justo a tiempo. Saben que esos establecimientos a los que les confiaron la vida de sus padres, que viven cada vez más años —¿pero en qué condiciones?[3]— son de facto morideros, una institución muy lucrativa, que administra el declive de la vida. Hoy son lugares cerrados donde miles de hombres y mujeres agonizan en la soledad propia de una cárcel.

En la mayoría de ciudades occidentales, hombres y mujeres de toda edad y condición toman consciencia de lo siguiente: en una jugada maestra, el derecho a la vida, como derecho a la muerte digna, les ha sido arrebatado. Tienen presente que ya no viven aquí en el planeta Tierra, sino fuera de él, suspendidos en un mundo de servicios en 3D, sin nunca tocar tierra firme, ya sea con los pies o las manos. Esto va más allá de una percepción fuerte y consciente: les toca en carne propia. El colapso del sistema los afecta en lo sensible de manera profunda. Un sistema que en medio de temores acrecentados de seguridad, ahora les prohíbe enterrar a sus muertos. Todas esas familias se volvieron Antígona en una sola noche. Ya no pueden confiar en Creonte, el Rey está desnudo; y nadie ha visto nada, nadie ha querido ver nada, mientras todas las máscaras se desmoronan. Los prosélitos de las finanzas, o para ser exactos, sus lacayos, ministros y responsables de organismos financieros internacionales y nacionales, aún siguen intentando —en un último estremecimiento—, hacer discursos pomposos sobre el esfuerzo ineludible del día después; sobre lo mandatorio del rigor y la austeridad, único remedio que podrá salvar no a la humanidad, sino a la economía. Como quien dice, que no seamos pretenciosos ni aspiremos a algo distinto. Trabajar entonces cada vez más y callarse la boca. ¡Cállense! Ya en 1940, bajo la Ocupación, lo decían los afiches que recubrían las calles de Francia, administrada también por otro Creonte siniestro.

Antígona se subleva. Se retira diciéndole a Creonte: tu ley es criminal y no voy a obedecerla. La ley de la razón no tendrá la razón esta vez. Has sacrificado a mi hermano y pisoteado a mi familia, pero nunca podrás comprar ni mi libertad ni mi dignidad.
Los ‘‘responsables’’ políticos de nuestras ciudades, entendidas como la polis griega, han hecho que la llama de Antígona arda de nuevo en todas partes; su ira legítima y su creencia en un mundo diferente, fundado sobre prácticas inmemoriales. El sacrificio provocado —no los muertos, no la enfermedad, sino su tratamiento, o para ser exactos, su no-tratamiento, la indignidad que quedó grabada en la ley del Estado de urgencia—, el sacrificio se convertirá de ahora en adelante en un arma estupenda, terriblemente eficaz. Porque el sacrificio es el núcleo sensible de la guerra en todas las teologías, comenzando por la nuestra: la católica.
En 1995, cuando luchábamos para que en Sarajevo fuera levantado el estado de sitio (como el presagio bárbaro del confinamiento actual), entendí muy pronto la fuerza política del sacrificio, del cuerpo expuesto al sacrificio. Pude ver hasta qué punto la huelga de hambre de los artistas de La Cartoucherie[4] se transformó en un disparador político, cuya fuerza fue creciendo a medida que se debilitaban los cuerpos de los huelguistas. Entre más se exponían a la muerte, la propia, para evitar la ajena, más captaban la atención de la opinión pública, y más se acercaba el día en que la televisión nacional les dedicaría los titulares. La Muerte a modo de ofrenda, de sacrificio, es un motor político poderoso de cuyos efectos seremos testigos de manera muy rápida en los próximos meses. Ya no se tratará de debatir sobre X o Y tema importante (la seguridad social, la jubilación, el código del trabajo, el clima), sino de darle lidia y vencer a este sistema que nos ha expuesto a la muerte; mismo que se construyó programando el sacrificio de vidas —y no solo de vidas consideradas de segunda clase en su lógica perversa, es decir vidas no-blancas—.

El sacrificio está hoy en el corazón mismo de nuestras ciudades, otrora tranquilas, y esto va a gestar una inevitable —o evitable, ¿pero cómo?— violencia política. La violencia ya no es ese síntoma de la periferia ni de los vándalos de los Campos Elíseos, sino que ha permeado la ciudad en su totalidad. No hay escapatoria, todo el mundo está sintiendo esa violencia aumentar. El punto es saber cómo esta violencia de la política podrá materializarse en una política de la violencia, transformándose entonces en motor de un proyecto común que la canalice[5]. O, a la inversa, generando una miríada sin fin de micro proyectos anclados a un solo lugar, una cúpula terrestre, chispa infinita de minúsculos pedazos de territorio, que no necesite ninguna otra gestión más que la de la tierra, sin lugar a dudas el mejor aliado de la vida, bajo todas sus formas. De lo que sí pueden tener la certeza, es de que esta vez no nos quedaremos callados.
Bruno Tackels
Tinjacá, El Hornito, 12 de abril de 2020
[1] Porque estos lugares han sido siempre sagrados, son los últimos bastiones de la Sierra Nevada, el macizo costero más alto del mundo: el corazón del mundo para los indígenas.
[2] Esta catástrofe ecológica fue llevada a las cortes colombianas y seis chivos expiatorios, cipayos de la American Airport Company, filial a su vez de la tentacular multinacional Drummond, fueron juzgados en 2018. Al final de un proceso bajo mucha presión, todos fueron liberados. Un artículo de la revista Semana de 2018 titulaba de manera premonitoria: ‘‘Drummond le falla al pueblo colombiano’’. No sabíamos aún que al expoliador contaminador, y a sus secuaces del mundo entero, les haría jaque mate un golpe que nadie quiso ver venir.
[3] Condiciones que un ser humano atrapado en el frenesí del mundo de los servicios ya no puede asumir, amputado que está desde hace varias generaciones de la fuerza que provee la estructura familiar; su misión siempre ha sido esencial: acompañar a nuestros padres hasta la muerte.
[4] Antigua fábrica de armas y municiones, situada en pleno bosque de Vincennes en París, La Cartoucherie es sinónimo de Ariane Mnouchkine y de teatro popular. Mnouchkine funda el Théâtre du Soleil con Philippe Léotard en 1964. Hoy en día La Cartoucherie alberga también a otras compañías teatrales.
[5] Es de esperarse una respuesta igual de violenta. Los guardianes del sistema, el centenar de familias que posee la casi totalidad de las riquezas mundiales, podría sacrificar a su vez el único mundo que hoy sigue funcionando: el mundo digital de las comunicaciones. En sus búnkeres tienen, por supuesto, un plan B para comunicarse entre ellos. A menos de que muy pronto encontremos la manera de confinarlos, o de hacer algo para que ya no puedan hacernos daño, esto sería inevitable.