SIN MEDIR DISTANCIA: CRÓNICA DE UNA REPATRIACIÓN
Después de confesar que los semáforos la ponen nerviosa, la conductora me asegura que los hospitales están vacíos. La conjunción de Júpiter y Saturno en Acuario, continúa, es determinante para grandes cambios históricos. Acuario, elemento de aire, se caracteriza por la comunicación, es decir la creación de tecnologías como el 5G, que reduce la capacidad del sistema inmunológico, sistema ya debilitado por la inoculación del virus años atrás, a través de las vacunas, y activado ahora y vuelto a inocular a través de las pruebas virales para detectar el SARS-CoV-2. Todo coordinado para cumplir con los objetivos de La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible: la drástica reducción de la población y la implantación por parte de Bill Gates del biochip —la marca de la bestia mencionada en el Apocalipsis— con el objetivo de controlar más fácilmente al planeta. Le pregunto que si así son las cosas por qué iban a estar vacíos los hospitales. Porque lo que muestran los noticieros es falso y nos quieren controlar a través del miedo y la desinformación. Estoy muy confundida, termina. Se parquea para buscar la dirección a donde tengo que recoger mi tiquete de tren, pero antes me muestra en fotos los edredones que está tejiendo.
Veníamos de un pueblo de 2.000 habitantes y habíamos llegado a Barcelona. De allí debía tomar un tren hacia Madrid y al día siguiente el vuelo de repatriación a Colombia. Avianca había cancelado por segunda vez el vuelo (el primero en abril y el segundo en junio) y en la sección Viajar de El Tiempo leí que comunicarse con ellos podía tardar desde 15 minutos hasta días. Yo solo aguanté algunas horas al teléfono y el 23 de abril a las 0:00 horas, cuando cerraron las puertas del país, yo estaba afuera. Afuera tu no existes, solo adentro, dice la canción de Caifanes, afuera no te cuido, solo adentro.Alguien tildó la medida de inconstitucional. A pesar del privilegio de estar en el campo, en las mejores condiciones para pasar un confinamiento, sentí el abandono ante la imposibilidad del regreso a casa, una suerte de destierro que agudizó la ya latente incertidumbre. Para algunos de los más de 9.000 colombianos varados por el planeta, más que un sentimiento, esta medida se tradujo en vulnerabilidad.
Tras la cancelación del vuelo de junio, escribí al consulado para preguntar por el estado de las visas (el gobierno español las había congelado) y por vuelos de repatriación (no había). Pocos días después llamaron para preguntarme si estaba interesada en un vuelo humanitario. Habían recibido más de 500 solicitudes de toda España y esperaban fletar un avión comercial. Lo humanitario no es gratis, me dijeron. Tras la autorización del gobierno colombiano, llamaron nuevamente para confirmar la salida el primero de mayo.
Dudé. Como el colombiano en Wuhan —motivo de burla a comienzo de año y que ya debe estar abrazando a los amigos, burlándose de quienes se burlaron—, pensé que corría menos riesgo donde estaba, que el pico en Latinoamérica se demoraría en llegar y que, quizá, mi tiempo de reclusión se duplicaría. Que si para salir de esto debíamos pensar en colectivo —como también dijo ese estudiante de relaciones internacionales— nuestra batalla sería larga. Pensé en la brisa acariciando mis mejillas y el bosque solitario a solo unos pasos y las paredes que me esperaban para contenerme. Ya había cumplido con los objetivos de la beca de circulación que el Ministerio de Cultura me había otorgado para, irónicamente ahora, fortalecer el intercambio y la circulación de escritores y artistas. Pensé en mi familia, en mis amigos. Por lo menos estaremos en el mismo huso horario.
Esperé todo el día hasta que Iberia me contactó, alrededor de las siete. Mientras, debía tener preparados el registro consular, el texto donde juraba no haber tenido síntomas y no haber estado en contacto con nadie que los tuviera, la dirección donde me comprometía a pasar el aislamiento obligatorio de 15 días, el registro de control preventivo del coronavirus, el acta de compromiso, el formato de repatriación, mascarilla y guantes. Al correo nos enviaron un par de boletines con la información necesaria, entre ella una lista de transportes para ir de Barcelona a Madrid y otra, de hoteles en Madrid.

Ya con el tiquete de Iberia en mano y el hotel pago, procedí a comprar el trayecto Barcelona-Madrid. En la página de la compañía de trenes estaba todo vendido o cancelado, salvo un cupo en un tren que tardaba siete horas en llegar y que no pude comprar. Después de largas esperas telefónicas de menús interminables, por fin un humano: hola, quiero comprar. Solo puede por la web. Pero no funciona. El sistema está con fallas. Qué hago. Espere. ¿En línea? No, porque pueden ser horas. Con la compañía de buses me fue peor. En mi pueril desespero llamé al consulado. Me informaron, en el tono maternal que necesitaba oír, que había un bus con cupo a las dos, que ya lo difícil se había hecho (refiriéndose probablemente a la engorrosa logística a contrarreloj que requiere un vuelo de estos). No alcanzaba a llegar. No había hecho maleta y no había impreso el permiso de circulación para llegar hasta Madrid. En nombre propio y no del consulado, me sugirió la mujer, vaya directamente a la estación. Para hacer la historia corta, una amiga de un amigo logró comprarme el tiquete, con la foto de mi pasaporte en su celular y directamente en la estación Barcelona Sants, desde donde saldría el tren.
La conductora de la residencia de artistas donde me encontró la pandemia, cocinera también, cerró por fin su galería de fotos y me llevó hasta la casa de mi amigo. Le regalé su primer tapabocas. Qué incómodo, me dijo, y nos abrazamos no sin cierta reticencia. Con mi amigo también nos abrazamos —imposible no hacerlo—, con la certeza de un prolongado distanciamiento. Asintomáticos, tristes.
La estación estaba casi vacía. Tras un mostrador, dos mujeres con guantes, tapabocas y un lector laser iban asignando vagón y asiento. 7, 10D. Una persona por fila. Ya en el tren y detrás de mí, al otro costado, alguien le hablaba por teléfono a un señor canoso. No te vayas a quitar el tapabocas. Una hora después, mientras me estiraba, veía como le colgaba el tapabocas de la oreja.
***
Como todo iba a estar cerrado, y lo estuvo, llevaba lonchera para tres días. Al llegar a Madrid, un chofer de taxi, sin ninguna protección y con el carro hediondo a cigarrillo, me llevó al hotel. Esquivó mi pregunta tres veces. ¿Por qué no usa tapabocas? Tenía imágenes de santos en el retrovisor. Quizá creería que no necesitaba más protección que esa. En el retén que impedía fugas durante el puente festivo, no nos pararon. El hotel ofrecía, desde la noche anterior y con entrega en el mostrador, el desayuno en bolsa de papel, pero adentro, el sánduche, el jugo, la leche achocolatada, el pastelito, todo estaba forrado en plástico, con una producción y consumo en exponencial aumento.
Un taxista enmascarado y con guantes, que salía por primera vez desde el 11 de marzo, me llevó hasta el T4, único terminal abierto y con un solo acceso, donde 346 colombianos empezábamos a llegar, con cinco horas de antelación. La mujer delante de mí estaba embolatada con dos maletas, un morral y un arrume de papeles que se le resbalaron de la mano en el primer control. La agente de migración, sin guantes, le ayudó a recogerlos.
Por los altavoces, cada tanto, pedían que mantuviéramos la distancia de un metro debido a las circunstancias de excepcionalidad. El ambiente era denso, plagado de caras largas y estresadas. La fila en zigzag que recorría de lado a lado el terminal estaba vigilada por agentes migratorios cada seis metros, mientras un mayor de la Policía colombiana y agentes de civil cotejaban pasaportes contra listas.
Acostumbrados a estar muy cerca para evitar que se nos cuelen, sentía el cuerpo de la estudiante que venía atrás. Tres veces le llamaron la atención y la cuarta fue por mi cuenta. Por primera vez en mi vida adulta podía disfrutar de la distancia con los demás, de la expansión de mi espacio vital y no iba a permitir que el único placer en aquella fila interminable, me fuera arrebatado.
Personas con batas de fieltro y caretas nos tomaron la temperatura, los del mostrador uno nos asignaron el asiento y los del mostrador dos nos entregaron formatos impresos para quienes no pudieron imprimirlos. En los letreros se leía, sobre fondo blanco: Se le informa que va a abandonar una zona que está considerada como de transmisión comunitaria de la enfermedad por coronavirus (COVID-19). En fondo azul: Vigile su estado de salud durante los 14 días posteriores a su llegada y si presenta síntomas respiratorios (tos, fiebre) quédese en su domicilio/hotel/lugar de residencia y contacte con las autoridades sanitarias locales. Y en fondo rojo: Si tiene la sensación de falta de aire, empeoramiento o sensación de gravedad por cualquier otro síntoma, llame al teléfono de emergencia.
Los trámites aeroportuarios usuales los realizamos sin inconvenientes. En la sala de espera ya más tranquilos, un puesto entre cada persona y en el avión de Iberia, un airbus 340-600, cuerpos en constante roce, a centímetros el uno del otro, sin medir distancia. Averías en el puente de acceso, espacio insuficiente en cabina para las maletas pero ningún otro avión en la pista. Otro volaba rumbo a París. Tras algunas horas en el aire, muchos se habían quitado guantes, caretas y mascarillas. Volvió la comida procesada, empacada en plástico y repartida por un azafato de un solo guante. Aplausos al aterrizar. La mujer de al lado dijo en voz alta, gracias a quienes hicieron esto posible. Yo estaba contrariada, acababa de gastarme más de lo que me había gastado en toda mi estancia: taxis, tren, avión, hoteles, la exposición al posible contagio después de 49 días de juicioso confinamiento y me esperaban 14 días de aislamiento total.
“Por favor, mantengan la distancia”, nos decían en El Dorado, entre asustados y diligentes, cada 5 o 6 metros. Ja. Había un par vestido como astronauta, una cámara termográfica y mujeres, casi todas mujeres muy bien protegidas, amables, tomando la temperatura con esas pistolas que miden las radiaciones infrarrojas que emiten los cuerpos. Mientras avanzábamos en fila india tuvimos que botar los guantes en una caneca y usar gel desinfectante. En la zona de migración estaban dispuestas sillas a distancia reglamentaria y por los puestos pasaban solicitando documentos, verificando listas, pidiendo formularios diligenciados, preguntándonos la dirección, la EPS, tomando de nuevo la temperatura, devolviendo pasaportes sellados y con la anotación de aislamiento obligatorio 15 días. No catorce, quince.
Mientras, dos breves charlas: la primera, por parte de una epidemióloga de la Secretaría de Salud sobre los cuidados sanitarios. En la segunda, un teniente coronel de la Policía nos dio “las consignas referentes a cómo están los decretos a nivel nacional para que ustedes puedan disfrutar de sus catorce días de aislamiento y no tengan ningún inconveniente”.
Consignas recibidas y dispuestos al disfrute, nos organizaron en buses que la Cancillería dispuso para que, por localidades, nos dejaran en la puerta misma de nuestros destinos, íngrimos, cinco horas después de haber aterrizado. Una mujer no quiso sentarse a mi lado —es que no hay un metro de distancia— y viajó de pie. Un hombre le decía al conductor del bus qué ruta tomar para que fuera él el primero en descender. Yo, por fortuna o no, fui la segunda.
Bogotá, 15 de mayo de 2020
Día 64 de confinamiento, día 14 de aislamiento obligatorio