“Un concepto nuevo de nación”; diario de viaje en China 1952

“Un concepto nuevo de nación”; diario de viaje en China 1952


“UN NUEVO CONCEPTO DE NACIÓN”; DIARIO DE VIAJE EN CHINA 1952


Estas notas fueron escritas hace cuatro años, a medida que transcurría mi viaje por la Unión Sociética y la China. La prisa de la historia en que nos afanamos, la vertiginosa transformación de los hechos, les han quitado evidentemente gran parte de su interés y, a ratos, su propia razón de ser. Ojalá sirvan a lo menos de respuesta a los reaccionarios que me llaman comunista y a los comunistas que me llaman reaccionario. Apenas son el testimonio, probablemente ineficaz, de un hombre que pretende ser libre. [Este texto es un extracto de su Diario de Viaje (II) publicado en la revista Mito (abril-mayo 1956, número 7). Todos los pie de página y énfasis en negrilla son del autor]. 

Conferencia de Paz de Asia y la Región del Pacífico, Pekín, octubre de 1952. Fuente: 997788.com

Pekín

Aquí el otoño es la estación magnífica. El clima tiene el equilibrio clásico del Imperio del Medio. Pekín medra en el esplendor… Luego de suburbios polvorientos, el día gana, al envolver los animales míticos del Palacio de Verano: fénix, unicornios, dragones de cobre, una suerte de fabulosa serenidad. La naturaleza entra a los pabellones radiantes. Los frisos a base de matices cálidos, el barniz de laca de las tejas, vibran bajo el sol imperial. En la Colina de la Longevidad, de la tierra asciende un vaho acre, complejo: el olor del Asia.

Comenzado hace ocho siglos, destruido y restaurado muchas veces, el Palacio de Verano —o sean los jardines y vastos conjuntos arquitectónicos levantados sobre la Colina de la Longevidad y a orillas del Lago K´unming —está recargado de todos esos detalles: volutas, signos, ornamentos, que proliferaron en el estilo chino a través de las dinastías Yuan, Ming, y Ch´ing. Se advierte la necesidad —propia de tan larga edad media— de buscar, no la función, sino el símbolo, no la eliminación, sino superposiciones infinitamente elaboradas en su particularidad. Desde Confucio, la teoría de la rectificación de los nombres ha tenido importancia en el pensamiento chino. El Caos llega a ser Cosmos, gracias a las relaciones precisas que los nombres establecen entre las cosas. Paralelamente, en la arquitectura china —hecha de materias deleznables— la significación vale más que el objeto.

Revista Mito, año 2, abril-mayo 1956, número 7. Colección Biblioteca Luis Ángel Arango

En el centro del espacio ocupado por jardines, templos, galerías, palacetes, pagodas, palacios (Palacio de las Flores de Jade, Guardián de la Virtud Armoniosa, Palacio de las Nubes Fragantes, Torre del Incienso Budista, Torre para darle la bienvenida al sol de la mañana, Pagoda de los Tesoros, Pagoda de la Longevidad, etc.), existe un lugar paradisíaco. Cuatro pabellones encuadran árboles cargados de frutas. Las hay extrañas, mórbidas, de forma sensualmente arbitraria, tersa concha amarilla y pulpa ambarina. Junto a las especies desconocidas, granadas gigantes se resquebrajan de puro maduras. Peras pekinesas, de intenso sabor, completan tan ilustre fertilidad. Al mezclarse exaltadamente naturaleza y arquitectura, el estilo resultante es un bizantinismo solar…

El pabellón más grande y suntuoso, donde la Emperatriz Tseu-Hi —personaje típicamente finisecular— recibía a sus íntimos, sirve ahora de museo; los otros tres sirven de dormitorio para obreros en vacaciones. No hay que lamentarse por el pasado. En el palacio de placer de los Emperadores, estos hombres de rostros tallados, vestidos con austero traje azul, de corte militar, admirablemente naturales ante la tradición, son la historia china.

Memorable visita al templo lamaísta! Ni siquiera aquí, ante los dioses, cesa la fiebre de la reconstrucción. En los pabellones del culto se yerguen andamios, escaleras, armazones. Los Budas, cobre serenamente trabajado, gran artesanía depurada, forma helénica con mirada asiática, contrastan con los cuatro amos del cielo, de rostros dorados, azules, verdes, rubicundos, suntuosamente cargados de toda suerte de ornamentos, barro transformado en sederías, afeites, papeles pintados, metales, bajo cuyo peso inmemorial se debaten los genios malos. Los dioses han quedado siempre mal parados ante el agnosticismo del hombre chino; pero estamos aun al borde del vasto Gobi: cierta densidad primitiva, vía de las visiones, recuerda que este santuario está consagrado a la fusión del budismo mahayana, con la nigromancia tibetana y la demonología mongólica. ¿Cómo no sentirse abrumado por un inmenso Buda de madera, tallado en milenario tronco gigante y cubierto de flotantes sedas amarillas que el viento hincha, bate, hasta hacer crujir todo el destartalado templo?

En sala de techo bajo, los monjes, de origen mongol y dependientes del Gran Lama de Lasa, se concentran a través del ritmo del cuerpo, intentan la comunicación visceral con lo divino. Fundada en textos tibetanos, su oración ronca, salida de las entrañas, no parece buscar el vacío, sino el poblado Panteón Lamaísta, generosamente abierto durante siglos a los Budas vivientes. Afuera se desencadena una de esas súbitas tormentas de polvo del Oriente. Signos, cifras, maderas, sedas, pergaminos, máscaras, animales fabulosos (una bestia fecunda a una mujer), se animan repentinamente, acompañan a los recitantes. La nube amarilla envuelve el templo…

Al pie de la Gran Muralla

Dejando atrás valles caldeados, tierras áridas donde el primitivo arado chino se hunde con dificultad, el tren se adentra en un cañón pedregoso, reseco, cuyos farallones están roídos por pruritos geológicos. A lo lejos, sobre cerros rojos, aparece la Gran Muralla…

Desde un torreón, en la Colina de la Meditación, contemplo la Obra… 215 a.c. Ts’ing Che-houang-ti lucha por unificar el Imperio. Su general Mong-t’ien, al frente de trescientos mil hombres, batalla contra los hunos, pueblo de chalanes. Faltan apenas nueve años para que suba al poder la gran dinastía Han (206 a.c. – 220 d.c.). La China va a alcanzar el esplendor… Destruida por el flujo y reflujo de los jinetes nómadas, que —montados en rápidos caballos— siempre encontraron el medio de filtrarse por entre las venerables fortificaciones, la Muralla de los diez mil lis no había acabado de ser reconstruida en la época de los Ming (1368-1644), última dinastía auténticamente china, reinante desde el final de la dominación mongola hasta el comienzo de la dominación manchú. Durante dos mil años, la Gran Muralla se confunde con la historia de las guerras entre el equilibrado Mediodía chino y el Norte desértico, áspero, de ambiciones y necesidades desmesuradas. Inútil, repta aún la gigantesca cintura de piedra, bajo el sol violento, sobre las peladas estribaciones.

En la estación de reverberantes techos de zinc, mientras esperamos el instante de regresar a Pekín, un amigo chino me presenta a Nazim Hikmet. Su alta estatura, su corpulencia, sus ojos de un azul muy diluido, muy sereno, su cordialidad, disimulan a primera vista el estado de su salud. Los trece años pasados en las prisiones turcas han tenido graves consecuencias: la inmediata consiste en terribles dolores en una pierna, que apenas le permiten andar con bastón y al precio de sumos esfuerzos. El poeta lucha, sin embargo, por continuar normalmente la vida. Este viaje es parte de su decisión.

Tengo antecedentes, me dice, más tarde, en el tren. Uno de los arquitectos que dirigen la reconstrucción de Moscú me llevó un día a su oficina y me explicó los planos de los trabajos ya realizados. Como quería mostrarme también los proyectos que en el porvenir transformarán a la capital soviética, y ya era tarde, me invitó a comer a su casa, para ganar tiempo. En el edificio donde se hallaba su apartamento, cuando subíamos las escaleras, se detuvo bruscamente en un rellano: “Por favor, me pidió, descansemos un instante, pues sufro de angina de pecho”. Durante la comida se excusó de no beber conmigo: “No puedo. Hay en mi estómago algo que se parece mucho al cáncer”. Después del café, con un gesto de impaciencia apartó el mantel y extendió los planos sobre la mesa: “Ya no más tonterías, dijo perentoriamente, ahora voy a explicarle cuál es el trabajo que he preparado para los próximos quince años”. Esto —concluye Nazim Hikmet— es lo que yo llamo tener fe en la vida.

Anoche en la recepción ofrecida por Mao Tse Tung con motivo del tercer aniversario de la Revolución China, tuve oportunidad de contemplarlo detenidamente. Su rostro —cetrino y ancho de frente, muy neto de perfil— se hubiera confundido naturalmente con el de cualquier delegado obrero o campesino, a no ser por el extraordinario ascendiente de su expresión. Adquirí la convicción de que nada distingue al Presidente de su pueblo. Tiene la misma cortesía, la misma seguridad un poco pesada, la misma “mirada interior” del chino común. Ahora, de pie en la plataforma de la Puerta del Cielo, ante doscientas mil personas sumidas en un vasto silencio, su figura se ha tornado significante, similar a las obras en cobre, marfil o madera de la imaginería china, en las cuales artesanos anónimos han plasmado la contemplación universal de los letrados estadistas del Imperio del Medio. El hombre, que ayer no más hacía un brindis ritual con sencillos agricultores, encarna, en este escenario memorable, no sólo la continuidad de una civilización que ha ambicionado siempre ser el mundo, sino también un concepto nuevo de nación, vía obligada entre el Asia y la Revolución —entre el Continente y el Universo.

Si en el teatro chino los colores tienen siempre un valor expresivo e implican categoría o sentimientos determinados, si los tradicionales desfiles chinos son antes que todo teatro colectivo donde la multitud es simultáneamente actor, director y espectador, ¿cómo no buscar en la manifestación del tercer aniversario de la Revolución China el significado del aparato escénico? Durante cinco horas, sobre el pueblo ponderado, sólido, que desfila, ha flotado un océano de banderas, cintas, estandartes, retratos, flores. Tengo la impresión de que en ello no hay nada gratuito, ni amorfo. La masa se expresa, usa la escritura del color. La ornamentación pasa a segundo plano. Cada organización manifiesta civilizadamente, por medio de la composición o escogencia de los matices, los intereses, las necesidades, los deseos que le son propios. ¡Qué diferencia con la manifestación monstruosa, inhumana, presencia apenas de la materia en bruto, que ví el año pasado en Berlín Oriental! 

Danza el pueblo en la vasta plaza separada de la Puerta del Cielo por el Río de las Aguas de Oro. Danza como ha desfilado: no sólo para expresarse, también para contemplarse —la multitud es a la vez Mirada y Horizonte. El catorce de julio, en París, es Fiesta: el individuo tiene oportunidad de olvidar que es individuo (como en los campos, accede a la comunidad orgiástica). El primero de octubre, en Pekín, es Celebración: las masas tienen oportunidad de recordar que son movimiento de la historia. La danza sigue naturalmente: soldadas por el espesor histórico, las masas necesitan descubrir en sí mismas la relación humana. El baile sucede al desfile.

Gigantescas ruedas humanas, iluminadas por antorchas, giran en la noche oscura. Nadie parece excitado artificialmente. Bailan hombres con mujeres, hombres con hombres, mujeres con mujeres. La danza popular china, emparentada con el teatro y la acrobacia, se basa en un prestigioso salto rítmico. El danzarín busca el dominio del espacio. La tierra le sirve apenas para tomar impulso. Más que erguido, echado hacia atrás, como si sostuviera un peso con el pecho, da la impresión de preparar su elevación definitiva. Con cintas rojas, en estilizaciones escénicas, este movimiento ascensional se transforma en sumo esplendor. Durante algunos instantes prodigiosos, la danza es color en estado puro. No tengo la impresión de que el yang ko contenga elementos religiosos, ni de que mime actos o gestos sexuales. En general, es muy despojado y fuerte, si así pudiera decirse, rústicamente espiritual.